Prólogo
La conquista de la
ciudad de Tesalónica en julio de 904 por parte de una armada árabe sería uno más
entre tantos episodios similares a lo largo de la historia del Imperio Romano
de no haberse conservado para la posteridad el testimonio escrito de uno de los
supervivientes. La obra de Juan Cameniates es una excepción dentro de la
literatura bizantina: escrita por un particular, alejada de cualquier círculo
palaciego y por tanto no preocupada por satisfacer ningún tipo de patronazgo,
tiene como único objetivo plasmar en el papel la tragedia colectiva que se
abatió sobre los ciudadanos de Tesalónica tras el brutal asalto. Pero es a la
vez también el reflejo de una dolorosa vivencia personal, pues la narración de
los hechos externos está vinculada al sufrimiento que experimentó el propio
autor, que se vio separado de parte de su familia y perdió a su padre y a uno
de sus hijos mientras penaba en el cautiverio. La suma de ambas perspectivas
confiere a este documento un valor humano e histórico muy estimable, y nos
lleva a conocer muy de primera mano las singularidades de una gran ciudad de
provincias en los comienzos del siglo X.
Juan Cameniates es un
personaje conocido sólo por su obra sobre la captura de Constantinopla y en
ella aporta pocos datos biográficos. Se sabe que era un clérigo, un anagnostes
(lector), al servicio de la iglesia de San Demetrio en la que desempeñaba
la función de chambelán de la casa del obispo, sabemos también que estaba
casado y tenía tres hijos pequeños. Su padre y hermanos también detentaban
puestos entre el personal de San Demetrio. En definitiva era Cameniates un
hombre bien establecido, con cultura y unos medios de vida apropiados para
llevar una vida plácida en una tranquila, aunque importante, ciudad de
provincias. Tras la toma de la ciudad y su captura es transportado a Siria
donde conoce fortuitamente a un tal Gregorio el Capadocio, personaje del cual
no se conoce el rango pero que, a juzgar por el tratamiento que le dispensa
Cameniates, debía ser hombre de calidad y perteneciente también al estamento
eclesiástico. El encuentro con este personaje tuvo lugar poco después de la
llegada de Cameniates como prisionero a Trípoli de Siria, a mediados de
septiembre de 904. Gregorio formaba parte de un grupo de cautivos de paso por
Trípoli y en ruta a Antioquía. Tras un primer contacto con Cameniates se vio
conmovido por la tragedia personal de su interlocutor y un par de semanas
después, quizá a mediados de octubre Cameniates recibió una carta suya en la
que le pedía información sobre Tesalónica, los hechos que allí habían sucedido,
así como su propia historia personal. La contestación de éste es el documento
sobre el que se centra esta historia.
Poco después de la
recepción de esa carta Cameniates y su gente fueron enviados a Tarso para
esperar el resultado del canje de prisioneros. Dicho intercambio tuvo lugar en
septiembre de 905, por lo que el período de mediados de octubre de 904- finales
de septiembre de 905 es el marco temporal para la composición de esta obra, que
es tanto la narración de un suceso histórico como la confesión de una
desgarradora tragedia personal.
Tesalónica
en 904
Juan Cameniates,
atendiendo a los ruegos de Gregorio de Capadocia, que deseaba conocer más sobre
la ciudad de su colega en la desgracia, realiza una evocadora y entusiasta
descripción de su ciudad a través de la cual podemos conocer de primera mano
detalles de interés sobre Tesalónica y su área de influencia a comienzos del
siglo X.
La ciudad se honra por
el culto de los santos Pablo y Demetrio, que allí moraron y extendieron su
mensaje. Particularmente importante es el culto a éste último, cuyas reliquias
exudaban aceite fragante (Myrobletes) y que durante toda la historia de
la ciudad había prestado su protección salvándola del asedio de los bárbaros,
particularmente de los eslavos.
Tesalónica es una urbe
de grandes proporciones, con un recinto amurallado y fortificaciones para una
población estimada, en los tiempos de su captura, en unos 100.000 habitantes.
Hacia el sur su proximidad al mar y un puerto de aguas profundas permitía el
acceso a un nutrido comercio marítimo con el resto del Imperio. A ello ayudaba
la conformación del lugar, con un promontorio llamado “El muelle” (el cabo
Embolon) que formaba un ángulo y daba lugar a una bahía natural como abrigo de
las embarcaciones que en Tesalónica recalaban.
Por el norte el
terreno se encrespaba y una serie de cadenas montañosas provocaban que parte de
la ciudad estuviese edificada sobre colinas. Las condiciones eran mucho más
favorables hacia el este y el oeste, donde una serie de fértiles e irrigadas
llanuras favorecían una rica actividad agraria y forestal en la que los viñedos
eran un elemento esencial. Al este los lagos Koronea y Volvi aportaban
abundantes pesquerías y en sus orillas pacía el ganado y la caza. Al oeste de
la ciudad estaba la zona más bella, con viñedos y jardines en un paisaje poblado
de residencias y pequeños monasterios. A partir de ahí la llanura se
extendía dedicada a uso agrícola hasta las proximidades de la
ciudad de Beroia. Era en esta zona donde radicaban numerosos poblados donde
vivían comunidades eslavas, entre las que destacaban los Drugubitas y los
Sagudatos, que pagaban tributo a Tesalónica aunque otras en cambio dependían de
los búlgaros, ya que la frontera no estaba muy lejos de allí. Esta situación no
impedía unas relaciones comerciales muy activas, generalmente en términos
amistosos, y Cameniates resalta que la política de buena vecindad por ambas
partes era una costumbre establecida desde mucho tiempo atrás, rota sólo por
las periódicas hostilidades entre Bizancio y Bulgaria como las que habían
tenido lugar en los años inmediatamente anteriores a este momento.
Por lo que respecta a
la ciudad misma la parte de las murallas que daba a tierra estaba bien
fortificada con un conjunto de parapetos reforzados con torres, sin embargo,
como se pondrá trágicamente de manifiesto durante el relato, las murallas que
daban al mar estaban en muy mal estado ya que la opinión generalizada era que
la ciudad no podía sufrir ninguna amenaza por esa parte. De hecho había sufrido
ya repetidos asaltos a manos de avaros y eslavos durante los últimos
trescientos años, asaltos que habían sido exitosamente repelidos y que habían
llevado a arraigar en la población la seguridad de la protección que San
Demetrio otorgaba a su ciudad.
Tesalónica basaba su
prosperidad en el activo comercio con las comarcas circundantes y especialmente
con Bulgaria. Contribuía a ello el paso de la Via Egnatia a través de la
urbe lo que atraía una incesante afluencia de mercaderes que allí se detenían y
realizaban sus negocios y transacciones. Otras rutas importantes que tenían a
la ciudad como centro eran la de Vardar-Moravia-Belgrado y la de
Anfípolis-Sofía-Danubio como conexiones con la región balcánica y el reino
búgaro.
Debido a la condición
de mercado de intercambio internacional Tesalónica había sido provista por el
gobierno central de oficinas y almacenes de aduanas gestionadas por los kommerkiarioi,
oficiales que regulaban la vida económica de la ciudad. Una de sus principales
tareas era recaudar el kommerkion, tasa de aduana del 10% sobre
importaciones y exportaciones. En esta época se añadían además abydikoi
y vardarioi, los primeros oficiales de la aduana portuaria y los
segundos encargados del tráfico por las vías fluviales.
Nos dice Cameniates
que el oro, plata y piedras preciosas abundaban en la ciudad, y que había tanta
producción de vestiduras de seda como de lana. Además eran productos comunes el
bronce, hierro, estaño, plomo y el cristal, materias todas que daban trabajo a
un ingente número de artesanos. El mercado de Tesalónica tenía su gran cita
anual con la feria del 26 de octubre, la festividad de San Demetrio, que atraía
a muchedumbres de comerciantes y mercaderes de todo el Imperio. El cliente
natural era Bulgaria y el sistema utilizado el trueque. Los búlgaros aportaban
materias primas: pieles, miel, lino y esclavos, a cambio de las manufacturas y
productos de lujo que Bizancio producía en abundancia.
Tanta prosperidad
material no estaba reñida con los intereses espirituales. Florecían las
escuelas y grandes iglesias adornaban la ciudad. Entre ellas destacaban la de
Hagia Sofia, la Theotokos y por supuesto la de San Demetrio. Todas ellas
albergaban suntuosas procesiones los días de fiesta y congregaban a multitudes
de fieles en los oficios asistidos por una muchedumbre de lectores, diáconos y
músicos que con sus himnos y salmos aportaban una brillantez sin par a las
celebraciones religiosas.
Las
primeras señales de peligro
Este idílico panorama,
en opinión de Cameniates, derivó en la horrible suerte que padeció la ciudad
por causa del alejamiento de la población del temor de Dios. El apego a los bienes terrenales y la suma de todos los vicios
alejaron el favor divino y favorecieron la llegada del terrible bárbaro.
En un análisis más
objetivo de la situación se puede observar que, desde finales del siglo IX, las
flotas árabes de Creta y Siria habían comenzado a atacar metódicamente las
costas del Mar Egeo y sus regiones litorales y se acercaban paulatinamente a
Tesalónica, que podía considerarse con justicia como un objetivo muy atrayente.
Ya en 893 la isla de Samos, sede del Thema del mismo nombre, había sido
atacada y su strategos, Constantino Paspalas, hecho prisionero. El
imperio tuvo un pequeño respiro en 900 cuando la flota de Tarso, que contaba
entre sus naves con 50 enormes galeras que eran la admiración de los
contemporáneos, fue mandada quemar por el califa Mutadid en represalia por el
espíritu excesivamente independiente de su gobernador. Pero otros pronto
estuvieron dispuestos a ocupar su lugar en el asedio a las ricas presas
romanas. En 902 la vecina ciudad de Demetrias había sido saqueada por el
renegado Damián. Al año siguiente le tocó el turno a Lemnos. Una creciente masa
de refugiados fue acudiendo a la ciudad, lo que en opinión del autor, provocó
un descenso de la moralidad pública, desorden en las costumbres y alteración
social. El terremoto que había sacudido en 900 a Beroia y los subsiguientes
ataques árabes fueron interpretados por Cameniates como un aviso divino, que
fue desoído por la ceguera de los tesalonicenses condenados ya a padecer una
dura retribución por sus pecados.
En medio de este clima
de incertidumbre, en el verano de 904, llegó a la ciudad el protospatharios
Petronas, un enviado del Emperador León VI con noticias urgentes sobre la
llegada inminente de una flota árabe. El mensajeró urgió a las autoridades para
que realizasen todos los preparativos de defensa posibles y poner a la ciudad
en pie de guerra lo antes posible. Comunicó que por informaciones provenientes
de fugitivos se conocían los planes de los árabes y que ahora el objetivo
principal era el ataque a Tesalónica, ya que los piratas habían llegado a saber
que el estado de las murallas costeras era muy deficiente y que sería una presa
fácil para un asalto por mar.
Se trataba de la flota
comandada por el temible pirata Léon de Trípoli, un renegado bizantino
proveniente de Atalia, posiblemente de origen mardaíta, y que había sido
capturado muy joven por el almirante Zurafa. Creció educándose en la táctica
naval y llegó a alcanzar el mando de la flota siria en 903. Aprovechando el
presente estado de guerra entre Bizancio y Bulgaria había planeado atacar por
mar Constantinopla, para lo que puso rumbo al Helesponto conduciendo una flota
de 54 galeras en los últimos días de junio de 904. La flota imperial al mando
del drungarios ton ploïmon Eustacio Argiro se encontró con ella
allí, pero retrocedió y regresó a la capital sin llegar a las manos. Los árabes
entraron entonces en el Helesponto y capturaron la ciudad de Abidos. Siguieron
luego hacia la Propóntide y se apoderaron del puerto de Parion, a la entrada
del Mar de Mármara, pero entonces León repentinamente ordenó que la flota diese
la vuelta y se dirigió hacia Tesalónica tras una breve parada en Tasos.
En opinión de algunos
autores León estaba en contacto con los integrantes de una conspiración contra
el basileus que contaba entre sus miembros con representantes de las familias
aristocráticas más influyentes del momento. Eran éstos nada menos que Andrónico
Ducas y el propio Eustacio Argiro y contaban con el asesoramiento del patriarca
Nicolás Mystikos. Cuando León VI retiró el mando de la flota a Argiro para
concedérselo a Himerio, un pariente de Zoe Carbonopsina, eliminó el ploïmon
como un factor decisivo en la conjura e hizo desistir al socio árabe que
procedió a retirarse.
La flota bizantina al
mando de su nuevo comandante se lanzó en busca de la armada pirata intentando
reunir información sobre su paradero. En Abidos se les informó de que los
árabes regresaban a Siria. De cualquier forma Himerio siguió adelante hasta
alcanzar Strobylos en el Thema de los Kybirreotas, al norte de la isla de Cos,
donde descubrió que los informes no eran exactos por lo que cambió el rumbo y
repasó la ruta que le había llevado a Imbros, Samotracia y Thasos. En esta isla
estableció contacto con la flota pirata pero, ante su inferioridad numérica,
mantuvo sus barcos a distancia y finalmente se retiró. Es casi seguro que
Himerio debió emprender la búsqueda sólo con una fracción de la flota imperial,
dejando la mayor parte de los navíos en la capital para protegerla de otro
intento semejante. Ante la falta de oposición por parte de los imperiales León
pudo llevar tranquilamente sus barcos frente a la península de Calcídica y
entrar en el golfo de Salónica en ruta hacia su objetivo final.
Los
preparativos de defensa
La llegada de estas
noticias provocó el pánico en Tesalónica. Tras los primeros momentos de
confusión comenzaron los preparativos de defensa aunque la falta de experiencia
militar de los ciudadanos era causa de la mayor de las preocupaciones. Más
grave todavía, como nos cuenta Cameniates: “Pero
lo peor de todo era el mal estado de la muralla lo que hacía que nuestros
corazones se hundiesen en la desesperación.”
Así pues las
autoridades decidieron que la prioridad era el refuerzo del muro, sin
embargo Petronas propuso una estrategia alternativa, debido a la carencia de
tiempo disponible. Su consejo fue echar mano de las numerosas lápidas de los
cementerios paganos en las zonas este y oeste de la ciudad y disponerlas como
una barrera submarina aprovechando la marea baja para crear un obstáculo
infranqueable para las galeras enemigas de modo que no pudieran acercarse a los
puntos más débiles. Así se acordó y los trabajos comenzaron de inmediato
progresando a buen ritmo hasta cubrir la mitad de la zona amenazada.
En ese momento llegó a
la ciudad un nuevo enviado imperial con la misión de reemplazar a Petronas y
hacerse cargo de la defensa de la región. Se trataba del strategos León
Chitzilakes. De inmediato ordenó la detención de las obras submarinas y la
vuelta al propósito inicial de reforzamiento de la muralla. Desgraciadamente la
extensión de los muros y la escasez de tiempo impidieron que las obras pudieran
llevarse a término adecuadamente. La población era plenamente consciente de
ello ante las noticias cada vez más alarmantes sobre la próxima llegada de la
flota pirata. No quedaba ante ellos ninguna resistencia organizada que les
pudiera retrasar debido a que las islas cercanas habían sido ya saqueadas y sus
habitantes huido o capturados. Los rumores hablaban de que la armada estaba
compuesta por cincuenta y cuatro barcos, todos ellos de gran porte, tripulados
por una masa de fanáticos salvajes sirios y africanos.
Esta noticia fue
confirmada por otro recién llegado, el strategos Nicetas enviado para
colaborar en la defensa de la ciudad. Al acudir de inmediato a conferenciar con
su colega, que estaba supervisando las obras en la orilla, se produjo un
incidente que empeoró todavía más el estado de las cosas. Cuando ambos se
disponían a abrazarse, por ser viejos conocidos, los caballos sobre los que
estaban montados se encabritaron y Chitzilakes llevó la peor parte al caer de
mala forma al suelo y fracturarse el fémur y la pelvis. Llevado por su escolta
en medio de grandes dolores a su residencia quedó inhabilitado para una
conducción efectiva de las operaciones de defensa, que quedaron ahora a cargo
de Nicetas en solitario.
Las obras siguieron
adelante con la erección de unas torres de madera en la zona de la muralla en
peor estado. Pero esta era una solución muy deficiente y Nicetas era consciente
de ello. Hacía falta más ayuda y la solución podría estar en los eslavos
vecinos, tanto los que estaban sometidos a tributo como los que servían con el strategos
de Strymon. Unos y otros habían sido ya reclamados a la ciudad pues se confiaba
mucho en sus habilidades como arqueros para oponer una resistencia efectiva a
los atacantes. Desgraciadamente los frenéticos requerimientos de ayuda fueron
desoídos y sólo aparecieron un escaso número de campesinos mal armados e
inexpertos. Cameniates nos habla de los enfrentamientos con el strategos
de Strymon y acusa a éste de abandono y traición por su renuencia a enviar una
ayuda efectiva a la ciudad.
Comienza
el asalto
Abandonados a sus
fuerzas la población recurrió al Santo Patrono por medio de procesiones para
implorar su favor en las horas de prueba que se avecinaban. En medio de estos
actos, al alba del 29 de julio, llegó la noticia más temida, los centinelas
acababan de avistar la flota árabe acercándose al cabo Embolon. En medio de la
confusión y el pánico general los defensores se armaron apresuradamente y
corrieron a la muralla para ver ante ellos la flota desplegada a toda vela y
aproximándose a la orilla. Los barcos procedieron a desplegarse y echar
calmosamente el ancla mientras analizaban la disposición de la defensa y la
mejor manera de preparar el ataque.
En esos momentos se
vio a León de Trípoli recorrer con su nave todo el frente de la flota. León era
ya muy conocido en el Imperio y su fama de ferocidad le había precedido.
Cameniates dedica un amplio espacio a hacerse eco de la impiedad de sus actos y
lamentar sus continuos crímenes contra los cristianos.
La entrada de la bahía
estaba obstruida por una cadena de hierro y por los cascos de varios barcos
hundidos, así que León decidió elegir como puntos de ataque aquellas zonas en
las que no se detectaban bloques hundidos de piedra como los que se habían
situado anteriormente la observación del campo de batalla. Optó finalmente por
un punto de la muralla particularmente bajo y con profundidad suficiente para
permitir el acceso de las embarcaciones, y una vez decidido regresó con la flota
y dio la orden de ataque. De inmediato los navíos más próximos se dirigieron
hacia el punto indicado remando con furia y atronando el aire con sus salvajes
rugidos y sus tambores de guerra intentando atemorizar a los defensores. La
respuesta en la muralla fue contestar haciendo todavía más ruido e invocando la
ayuda de la Santa Cruz en su favor. El inmenso fragor resultante intimidó
inicialmente a los atacantes, que dudaron durante un momento, considerando que
debía ser un gran número de defensores los que producían tal estrépito. Una vez
superado esta vacilación momentánea comenzaron a arrojar sobre las murallas una
lluvia incesante de proyectiles para proteger su avance hacia los muros. Los
tesalonicenses respondieron de igual modo, usando con gran provecho sus arcos y
destacando especialmente en esta tarea los eslavos reunidos de las regiones
cercanas y que aquí emplearon sus armas sin desperdiciar un solo tiro.
Mientras la lucha a
distancia se mantenía indecisa un grupo de asaltantes saltó de las embarcaciones
provistos de escalas de madera y vadearon la distancia que les separaba del
muro protegiéndose de los tiros manteniendo sus escudos por encima de la
cabeza. Nada más llegar a tierra posaron la escala contra el muro e iniciaron
la subida pero sufrieron una descarga de piedras y fueron abatidos de
inmediato. Ello provocó un momento de pausa en el combate y la flota pirata
optó a continuación por mantener la presión desde larga distancia bombardeando
incesantemente las posiciones en los muros. Se produjo así un acalorado
intercambio por cuanto las máquinas lanzapiedras petroboloi en las
murallas conseguían también apuntarse numerosos aciertos.
En estos momentos del
combate la moral entre la defensa era alta y ello fue aprovechado por Nicetas
para animar a los ciudadanos a realizar mayores esfuerzos para ganar el día. En
esta tarea se le unió el dolorido strategos León, que acudió a la muralla
montado a la amazona en una mula para ofrecer también su apoyo. Para reforzar
sus palabras dio órdenes a los soldados más escogidos de su séquito para que se
desplegaran en los puntos más débiles de la muralla para que fueran con su
ejemplo un modelo para el resto de los defensores.
Durante ese día la
flota pirata atacó en varias ocasiones, pero en todas ellas fueron rechazados
los intentos con pérdidas. En un momento dado el buque insignia alzó una señal
para suspender las operaciones en el mar y todos los barcos echaron el ancla
frente a una pequeña llanura al este de la ciudad. En ese punto organizaron el
desembarco y comenzaron a acribillar con sus proyectiles la zona de la muralla
donde se sitúa la Puerta de Roma, cercana al mar. Esos intercambios se
sucedieron hasta bien entrada la noche y luego se retiraron a las
embarcaciones.
El cese momentáneo de
los combates no supuso un respiro para los defensores, que tuvieron que
afanarse en reparar los daños causados en las murallas mientras en el ambiente
flotaba el temor constante a un ataque nocturno por sorpresa.
Al alba del 30 de
julio los generales se apresuraron a poner en alerta de nuevo el dispositivo de
defensa, casi de inmediato los bárbaros atacaron de nuevo desembarcando y
aproximándose al sector de la muralla que habían batido el día anterior. Esta
vez realizaron un asalto en toda regla con descargas incesantes de flechas y
piedras y apoyados en siete máquinas petroboloi lanzapiedras fuertemente
protegidas que habían transportado hasta el lugar y que habían sido armadas
durante el trayecto desde Thasos.
Una vez aclarada la
muralla apoyaron escalas de madera e intentaron subir por el muro protegidos
por los disparos constantes desde su retaguardia que hacían imposible a los
defensores asomar la cabeza y oponerse al ataque. En este momento crítico unos
arrojados defensores atacaron con sus lanzas a los primeros asaltantes que ya
estaban en la cima y los expulsaron al tiempo que derribaban la escala. Ante
esto los atacantes optaron por retirarse dejando allí la escalera ante el
regocijo y la burla de los defensores. Durante un tiempo continuó el
intercambio de disparos por uno y otro lado hasta que al mediodía los
asaltantes se decidieron por el ataque en masa. Protegidos por los escudos y
agrupados en líneas compactas avanzaron conduciendo carros cargados con
materias inflamables, los arrojaron contra las puertas y les prendieron fuego.
Pronto las puertas de hierro se pusieron al rojo vivo y se colapsaron,
provocando el pánico entre la población al propagarse la noticia por toda la
ciudad. Entretanto en las murallas los defensores se apresuraron a proteger las
puertas internas una vez que las exteriores habían sido destruidas. Para
prevenir la repetición de lo ocurrido dispusieron grandes recipientes con
agua en las cercanías y mantuvieron la vigilancia para conocer con tiempo el
siguiente movimiento del enemigo. Advertidos de ello los bárbaros desistieron
por el momento de lanzar un segundo ataque sobre las puertas y se contentaron
con mantener un incesante bombardeo con arcos y grandes piedras durante el
resto del día.
Con el descanso de la
noche los asaltantes se retiraron a los barcos y comenzaron una nueva fase del
ataque. Encendiendo lámparas a lo largo de toda la línea de barcos emparejaron
las galeras sujetándolas entre si fuertemente con cables y cadenas de hierro.
Una vez aseguradas procedieron a levantar estructuras de madera entre el
velamen que sobrepasaban en altura las murallas de la parte de la ciudad que
daba al mar y allí subieron los guerreros más escogidos preparados para el
asalto final.
Así dispuestos, en la
madrugada del 31 de julio, los navíos fueron aproximándose a la costa y cuando
estuvieron a corta distancia de la muralla los atacantes comenzaron a barrer la
muralla lanzando flechas, piedras, y vasijas de material inflamable, apoyados
además por el fuego griego que arrojaban las galeras desde sus sifones. Sólo
una pequeña parte de los defensores mantuvo la presencia de ánimo e intentó
resistir el asalto lanzando a su vez tinajas con brea, cal viva y otras
sustancias contra los barcos. El resto saltó de la muralla y se desperdigó
entre las callejuelas de la ciudad en medio de la confusión y el terror
buscando el refugio de la acrópolis. Finalmente cuando las últimas sombras de
la noche empezaban a disiparse se produjo el choque final. Las parejas de
navíos fueron tanteando en busca de los puntos más débiles hasta que en un
momento dado encontraron la brecha aniquilando a los defensores en un punto de
la muralla. Un asaltante sudanés saltó a tierra y armado con su espada exploró
los alrededores para asegurarse de que la huida de los defensores había sido
real y no se trataba de una emboscada. Ello detuvo durante un rato a los
asaltantes, pero hacia las nueve de la mañana ya se podían ver los reflejos de
sus espadas destellando a lo largo de todo el lienzo marítimo de Tesalónica. En
ese momento el pánico ya se había adueñado de la ciudad y los piratas
procedieron a desembarcar en masa, subir a las murallas y quemar las puertas
como señal de que el ataque había tenido éxito.
En los siguientes
momentos una masa de sanguinarios asaltantes vestidos sólo con taparrabos y
armados con espadas empezaron a invadir la ciudad empezando por las calles más
cercanas al puerto. Pronto comenzaron a ensañarse con la población, asesinando
a todos aquellos que encontraban sin perdonar a mujeres, ancianos ni a niños.
Cuando se cita un texto ajeno debería indicarse la fuente original. En este caso el texto es mío, publicado por primera vez en el difunto foro imperiobizantino punto com y ahora en mi sitio web Desde las Blaquernas. No hay problema ninguno en compartir enlaces, pero es obligado seguir unos principios
ResponEliminaEl autor, Roberto Zapata.