dimecres, 9 de març del 2011

ALFONSO XIII. Un político en el trono


1. El rey de Papel.

            Alfonso XIII ha recibido numerosos epítetos (rey perjuro, rey polémico, rey filántropo, etc.) a lo largo de su vida, dependiendo de la tradición interpretativa que lo describiera.

            Al igual que también se han escrito muchas obras sobre su persona. Los últimos estudios nos marcan la presencia de dos extremismos sobre su figura. Es decir, la narrativa crítica, donde pesan sobre todo, los juicios negativos de liberales, demócratas y revolucionarios; y la encomiástica, alimentada  por monárquicos de diverso origen e incomparablemente más prolífica que la anterior. Quizás porque, como afirma otro destacado biógrafo, los enemigos del rey prefirieron dejarlo en el olvido mientras que sus partidarios mantuvieron la llama de su recuerdo.

            El objetivo de esta obra no es la exhaustividad, sino ordenar y resumir lo esencial de lo escrito hasta el momento por Alfonso XIII.

Autoritario, militarista y perjuro. La tradición crítica.

            No hay duda de que la corona ocupaba un puesto de honor en el sistema de la Restauración, y que, en consecuencia, las decisiones del rey adquirían una relevancia capital en el sistema político español.

            Cuando Alfonso XIII, juró la constitución pronto comenzaron a proliferar las críticas, siempre veladas salvo en los círculos republicanos y formuladas a menudo por quienes se sentían preteridos en el ánimo real frente a sus enemigos. No obstante, la popularidad del rey y la recomposición de las fuerzas políticas atenuaron los ataques hasta los años que rodearon a la Gran Guerra, cuando las tensiones que agitaban al país alcanzaron también al trono.

            Miguel de Unamuno, enfrentado personalmente con el rey, encarna mejo que nadie el distanciamiento de la inteligencia. Por su parte, los mauristas, embrión de una nueva derecha radical, no le perdonaron del todo la marginación temporal de Antonio Maura, jefe conservador que adquirió un aura mesiánica entre sus seguidores. Por otro lado, los republicanos y los socialistas le reprocharon su respaldo a los militares y su protagonismo en la guerra colonial de Marruecos.

            Sin embargo, la literatura crítica con Alfonso XIII no se desarrollará plenamente hasta que el rey dio su aprobación al golpe de Estado del general Primo de Rivera y se identificó con la dictadura militar.

            Además, muchas de las críticas del momento (y posteriores) argumentaban que su carácter autoritario le había conducido a intervenir en la vida pública con los sectores más reaccionarios, como el ejército y la Iglesia, hasta llegar al perjuro de 1923.

            Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena. Si el legado de los Borbones no resultaba muy apropiado para un monarca constitucional, tampoco la rama materna de su familia, los Habsburgo, que añadía al absolutismo un toque jesuítico y militarista.

            Desde luego, la educación que recibió Alfonso XIII parecía a todos uno de los factores determinantes de su comportamiento político. Huérfano y aislado en un ambiente palaciego muy tradicional, ni el trato familiar ni los profesores escogidos por su madre la regente le habrían ayudado mucho a la hora de asumir el papel legal que le correspondía. Consentido, desde pequeño se acostumbro a hacer su santa voluntad. Pero, aún más, la formación regia adoleció de clericalismo y exceso de influencia castrense. Durante su infancia llenaron su cabeza de ideas reaccionarias, como su propia misión providencial o la superioridad del ejército sobre la política parlamentaria. Por educación y por temperamento, Alfonso XIII  pertenecía a un escuela española que no aceptaba el Liberalismo ni la Democracia. De modo que, cuando cumplió 16 años y se hizo cargo del gobierno, venía ya cargado de intenciones despóticas.

            Alfonso XIII mostraba su voluntad de poder y su desbordado militarismo, según el conde de Romanones. Abandonaba con gran ligereza su papel institucional, que debía convertirlo en un símbolo de la nación por encima de las querellas partidistas, y participa en éstas con gran entusiasmo. Carecía de visión a largo plazo, le iba mejor el regate corto, la manipulación de voluntades, lo que dio en llamarse “el borboneo”. Y todo ello con el objeto de dominar la política española.

            De nuevo Romanones se mostró muy critico con el rey, ya que destacó que este se dedicaba a explotar las rivalidades entre los políticos para jugar con varias barajas al mismo tiempo, poniendo en práctica la máxima divide et impera. Según Manuel Azaña, presidente del gobierno de la república, con la dimisión de Maura en 1909 se había iniciado el “camino tremendo y fatal, para el propio régimen, de decapitar a los jefes de partido, y el libre juego de los partidos, en beneficio del capricho real”.

            Los ministros no ejercían como tales, sino como simples sirvientes de Alfonso XIII. . Y este hecho, se encuentra demostrado mediante la reacción de estos al golpe de estado de 1923, donde ninguno protestó. Según apuntaba Azaña, “se han dejado despedir como criados inservibles, y en rigor, eso eran: criados de la corona”.

            Ahora bien, junto a su afición por la política, lo que mejor definía a Alfonso XIII era su completa identificación con la Iglesia y sobre todo, con el ejército. Tenía un concepto de una monarquía teocrática y militarista. Y prueba de este sentido militarista, es que en cada choque entre los ministros y los militares del Rey se había decantado por estos últimos, desde la crisis de la Ley de Jurisdicciones hasta el golpe de Primo de Rivera, pasando por el surgimiento de las juntas de defensa y las campañas de Marruecos.

            En definitiva, Alfonso XIII no estuvo a la altura de su misión, y no pasó de ser un tenientillo despierto y simpático pero incapaz de comprender los grandes problemas de Estado, convertido con los años en un individuo frívolo y algo infantil. Rodeado de señoritos y aristócratas no dudaba en servir de reclamo turístico en playas y casinos de ambiente turbio. Cuando aún estaban sin enterrar los cadáveres de Annual, el rey se dedicó a ir a Dauville, el lugar preferido por las élites europeas del momento. Por ello era conocido, como el rey del Cabaret.

            Y  lo peor era que vivía obsesionado por hacerse rico y utilizó sus amistades para poder acumular una gran fortuna, y de ello hay indicios en la documentación que se halló en tiempos de la República en el Palacio Real. Y cuando marchó del país, también fue criticado por dejar a su familia en el Alcazar o (según los autores de la derecha) por reprimir las algabarias de 1931, por falta de patriotismo.

Caballero, Patriota y muy español. La tradición encomiástica.

            Frente a los que lo criticaban, sus partidarios levantaron un discurso cuyos tópicos se repitieron en las decenas de libros sobre su vida.

            Tras el periodo de sombras que extendió la ferrerada de 1909, la imagen del Rey se recuperó, dentro y fuera de España, con alabanzas a su carácter liberal. Sus acciones humanitarias durante la Gran Guerra merecieron, asimismo, bastantes elogios y alguna aportación documentada como la del corresponsal palatino Víctor Espinos. Y los ministros de sus gobiernos, al menos cuando ejercían como tales, aplaudieron también la adecuación de don Alfonso a sus altas funciones arbitrales.

            Sin embargo, lo que hizo multiplicarse las publicaciones a favor de don Alfonso fue la crisis y caída de la monarquía en 1931. Ante todo en Gan Bretaña, donde cundían tanto el género biográfico como los sentimientos monárquicos. Pero, también en España, entre los restos de un monarquismo definidamente antiliberal, que prefiguraba la adhesión de alfonsinos, y del propio monarca exiliado, al bando franquista durante la Guerra Civil.

            Bajo la larga dictadura del general Franco, los múltiples libros editados sobre Alfonso XIII alimentaban la esperanza de restaurar la dinastía en la persona de unos de sus descendientes. Se trataba a menudo de biografías, de autores extranjeros, traducidos al español, como algunos trabajos de ensayistas monárquicos y católicos bastante conocidos como el inglés Robert Sencourt o el Irlandés Charle Petrie.

            El argumento que da cuerpo a casi todos los textos escritos para reivindicar a Alfonso XIII gira en torno a un eje fundamental: su españolismo. La descripción del personaje y la narración de su trayectoria se articulan sobre su inconfundible españolidad y su intenso patriotismo. La españolidad del personaje la delataba en su mero aspecto físico, que, en opinión del profesor Vicente Pilapil,  era típicamente racial, al igual que su manera de ser. Incluso tenía ese “rasgo españolísimo” que es la campechanía. Era sin duda le roi charmant. Vestido de Don Quijote o de Bandolero lo presentaban las caricaturas de la época.

            Otro de los rasgos de su personalidad era su valentía. Alfonso XIII sufrió varios atentados terroristas, y nunca perdió los nervios: Al contrarió mostró gran templanza y evitó que cundiera el pánico alrededor.

            Otra característica de este era la identidad del rey con la nación, era el sincero patriotismo de quien se sentía “como el primer español”, un sentimiento germinado en su niñez con el hecho del Desastre. El joven monarca influido por un ambiente noventayochista decidió dedicar su existencia a aquel país decaído, al que amaba profundamente y en el que a juzgar por las observaciones de sus admiradores, prefería una región sobre todas las demás: Castilla. Puro 98.

            El monarca se sumó, pues, a la tarea de regenerar España. Su educación se modeló en constante contacto con la realidad. Nada de aislamiento palaciego. En expresión del escritor monárquico José María Pemán, “se sabía España de Memoria”. Viajaba incluso de incógnito, y este rasgo adquiría categoría definitiva con el celebre viaje a Las Hurdes de 1922, cuando, a caballo y alojado en tiendas de campaña, el rey se había adentrado en la comarca más atrasada de la geografía española con el fin de inventariar y satisfacer las necesidades de sus habitantes. Incluso, también, tenía interés por los centros educativos y era partidario de las innovaciones pedagógicas de la Institución Libre de Enseñanza.

            Ahora bien, ¿era este rey tan español y patriota, tan preocupado por el avance de su pueblo, un adelantado de la modernidad o un representante de la tradición? Aquí los biógrafos no se ponían de acuerdo. Lo habitual, en suma, era conectar el indudable desarrollo de la España de su tiempo, tanto en el ámbito socioeconómico como en el cultural, con la labor del monarca. Sin embargo, otros autores, de carácter más conservador, subrayan la figura del caballero cristiano, depositario de todas las tradiciones españolas y “paladín de la cristiandad”.

            Para Alfonso XIII, su máximo objetivo consistía en sacar del aislamiento que le había conducido al Desastre y situar a España en el lugar que por historia le correspondía en el conjunto de naciones.

            Este nacionalismo “numantino”, dolorido y sufriente se acentuó en el exilio, una verdadera tortura para quien no tenía más horizonte que España. Se ofreció a Franco como “su primer soldado” Un respaldo valorado y agradecido por el dictador, que si bien despreciaba la monarquía liberal y no albergó la menor intención de reponer a Alfonso XIII en el trono.

            Incluso su muere en Roma, no pudo ser más española, ya que tras pedir el manto de la virgen del Pilar, “el rey murió como Cristo-opinaba Villares-, pidiendo por los que lo habían crucificado. Es decir, por los españoles desagradecidos y traidores que habían abandonado a su protector. Falleció sin olvidar un solo instante a España, guardando un saquito donde había tierra de todas las provincias españolas, y junto a la bandera del barco que lo había alejado de España.

            La tradición encomiástica aplicaba también su arrobada visión de Alfonso XIII a la problemáticas relaciones del monarca con los políticos que gobernaron durante su reinado. Según sus defensores, el monarca luchaba contra estas “poderosas oligarquías políticas”, que-decía Francisco Bonmatí de Codecido- tenían “tentáculos caciquiles que llevaban hasta el último rincón de España la división de los Españoles”.

            Según sus defensores, Alfonso XIII fue el justo que pagó por los pecados de los políticos dinásticos.

            Y dentro de aquel panorama desolador ¿Cumplió Alfonso XIII con sus deberes constitucionales? Escrupulosamente, a juicio de la mayoría de sus apologistas, aunque aquí las opiniones discrepaban en cuanto al grado de intervención regia en el juego de los partidos. A un lado se situaban quines creían que el monarca que el monarca se había visto obligado a participar en la vida política, por la división de las organizaciones monárquicas y por el deficiente funcionamiento del régimen parlamentario durante su reinado, especialmente visible tras la Gran Guerra. Al otro lado se hallaban quienes, en cambio, se compadecían de un rey atrapado por un insoportable corsé institucional, una especie de “magnifico prisionero de leyenda” de las normas legales, que le impedían actuar de acuerdo con sus inquietudes y en bien de su pueblo. El sistema político colocaba a Don Alfonso en primera línea de fuego y lo convertía en una diana fácil para la crítica. El sistema era el culpable, don Alfonso, de nuevo la victima.

            Según sus defensores, don Alfonso XIII era un rey demócrata, convencido o no. Los oligarcas y los caciques falsificaban las elecciones y, con ellas, la representación parlamentaria, por lo que las Cortes no podían considerarse autorizadas para expresar la voluntad popular. Sobre el rey caía la responsabilidad de pulsar el sentir nacional y proceder en consecuencia. En realidad, las grandes decisiones de su reinado estuvieron presididas por este intangible mecanismo populista, según el cual Alfonso XIII oteaba y percibía mejor que nadie el parecer de su pueblo, fuera para despedir a su pueblo, fuera para despedir a un gobierno, para liquidar al propio régimen o para emprender el camino del destierro.

            De este modo, el rey se enfrentó a las graves disyuntivas que se le presentaron en 1923 y en 1931. Los adalides del rey aceptaron normalmente las explicaciones del interesado. El rey sólo aceptó el pronunciamiento militar al ver la debilidad de sus ministros y la enorme popularidad de los sublevados. Y es que todo el país recibió a Primo de Rivera con alborozo, y hasta podía entenderse el cuartelazo como una imposición de la nación, que expresó su auténtica voluntad a través del ejército. Don Alfonso no pudo sino ceder a los deseos de su pueblo. Por otro lado, los acontecimientos de 1931 se entendían de forma parecida. Al caer la dictadura volvieron los viejos políticos con sus viejas marrullerías y, a la hora de la verdad, dejaron solo al rey. Se comportaron como traidores y cobardes. La meta primordial del rey consistía en evitar el enfrentamiento armado entre españoles, aunque su pueblo, como descubrió descorazonado, ya no le correspondiera a su intenso amor. Don Alfonso no podía consentir que España “se desangrara por su culpa en una lucha fraticida”.

            Por último, cabe destacar, que los monárquicos más entregados a la causa bajo el franquismo guardaban una última carta bajo la manga: En realidad, con su actitud, Alfonso XIII había hecho posible el alzamiento nacional de 1936 y la victoria de Franco. Si la guerra hubiese estallado en 1931, en plena euforia republicana- aseguraba el marqués de Luca de Tena- las fuerzas de orden, y entre ellas las dinásticas, la habrían perdido. En resumen, el patriotismo redimía de todos sus fallos a Alfonso XIII.

Debates académicos.

            El grueso del esfuerzo historiográfico se ha concentrado en temas ya clásicos como el trato de Alfonso XIII con políticos y partidos, su manera de ejercer las funciones constitucionales de la corona y el significado y consecuencias de sus decisiones más dudosas.

            La primera de estas controversias, con raíces en la década inicial de siglo XX pero también con efectos duraderos sobre la historiografía posterior, atañe a las complicadas relaciones de Alfonso XIII con Antonio Maura, jefe del partido Conservador y personalidad sobre la cual giró una buena porción de la vida política de aquel tiempo. Su incombustible protagonismo en la bibliografía se debe, al menos en sus orígenes, a la filiación maurista de algunos de los mejores historiadores de la época, comenzando por su hijo Gabriel Maura Gamazo, duque de Maura, y por Melchor Fernández Almagro. Ambos publicaron en los años 30 sendas reconsideraciones del reinado: Gamazo explicaba en sus memorias que, al no oponer resistencia al órdago de las izquierdas contra su padre y avalar el ¡Maura, No! el rey había cedido ante los enemigos de la monarquía y había contemporizado con la revolución, lo cual, a la larga, le había conducido al desastre.

            En realidad, el duelo entre promauristas y proalfonsinos no fue sino el preludio de un debate mucho más amplio acerca de cómo representó Alfonso XIII el papel que le atribuía la constitución de 1876.

            Por otro lado, en cuanto a los vínculos de Alfonso XIII con los partidos dinásticos, cuya división acompañó a la inestabilidad gubernamental que lastró el reinado, cabe preguntarse si aquéllos, al escindirse, obligaron al monarca a intervenir, o si fue este último, al ingerirse en la dinámica partidista, quien forzó la atomización de las fuerzas políticas. Javier Tussell, coautor de la principal biografía del monarca, ha defendido la primera opción. Para empezar, la posición del rey se mostro harto difícil, ya que no podía guiarse por el resultado de las elecciones, sino que tenía que nombrar a alguien que después se fabricaba desde el poder una mayoría parlamentaria a su gusto, lo cual conllevaba riesgos evidentes. Tusell y Genoveva G. Queipo de Llano han confesado, tras una impresionante acumulación de fuentes primarias, que se ubican más cerca de las tesis del duque de Maura- el rey dedicado a “hilvanar descosidos, zurcir rotos, estimular abnegaciones, aunar voluntades”- que las del conde de Romanones- divide et impera-.

            La segunda postura se encuentra en los trabajos de quienes piensan que Alfonso XIII, contrario a la existencia de partidos fuertes, buscó siempre políticos dóciles y no le tembló la mano a la hora de prescindir de los más incómodos, aunque tuvieran tras de sí a la mayoría de sus correligionarios y su eliminación agudizase las luchas faccionales.

            Otro punto que ha atraído la investigación sobre Alfonso XIII son las relaciones de éste con los militares, sobre todo entre los académicos que consideran de éste una de las vertientes cruciales del personaje. Nadie niega su entusiasmo por la milicia, pero los especialistas discrepan en cuanto a las repercusiones de sus estrechos lazos castrenses.

            En los estudios del comportamiento del rey subyace la cuestión de si éste, desde su poderosa atalaya, promovió, o más bien obstaculizó, la llegada de la democracia a España. Una cuestión compleja, que abarca tanto sus contactos con la política parlamentaria como su actitud ante los problemas militares. Se ha discutido mucho si la corona favoreció o impidió las reformas necesarias. Pero en la respuesta que se dé ocupa siempre un puesto de honor la decisión más polémica que tomó nunca el monarca, es decir, su aceptación de la dictadura en 1923, un punto de no retorno en la historia política española. Seco ha insistido en que resulta inaceptable mezclar al soberano en la conspiración golpista y en que, al final adoptó la mejor resolución posible, dados el desconcierto gubernamental, la presión del ejército, el estado de la opinión y el ambiente regeneracionista. Según la crónica de Javier Tusell, el gobierno de concentración liberal actuó de forma increíblemente débil-“pasivo y dividido era juguete de las circunstancias”- hasta el punto, dice Tusell, de que se tiene “la tentación de afirmar que fue ella (la concentración) la verdadera culpable principal del golpe”.

            Así pues, concluye Tusell “no sólo no ordenó, ni ejecutó el golpe, sino que tampoco le dio la victoria…, admitió una situación cuya evidencia se imponia”.
            Quizá ya haya sido Ignacio Olábarri el historiador que más duramente ha contestado las tesis de Tusell, a quien acusa de no realizar un análisis cuidadoso de sus muchas fuentes. En opinión de Olábarri, el triunfo del cuartelazo de 1923 no resultaba inevitable y todo dependía de la actitud del rey, ya que las guarniciones habrían obedecido al monarca si éste se hubiera decantado por la legalidad. Don Alfonso, remacha el historiador, tomó un camino inconstitucional porque tras el fiasco de Marruecos, quería salvaguardar la unidad del ejército y tenía una pésima opinión de gobiernos y parlamentos.

            Otros historiadores, como Shlomo Ben- Ami, consideraban inconcebible que el ejército secundara una revuelta que no contase con el aprobado regio, mando supremo y encarnación de la patria en la mentalidad militar. 

            En realidad, la implicación o no del rey en la conspiración militar a pasado aun segundo plano en la controversia, donde cuentan sobre todo los motivos y las consecuencias en las decisiones reales.

            Para valorar en todo su alcance unos y otras conviene, por último, situar hechos y opiniones en el contexto de un debate mucho más amplio, el que abrió Raymond Carr cuando sentenció que Primo de Rivera “asestó el golpe al sistema parlamentario en el momento que se operaba la transición de la oligarquía a la democracia”.

            En cambio, Seco Serrano y Tusell han negado rotundamente la posibilidad de que el sistema político español se democratizara a la altura de 1923. Javier Tusell cree que la Concentración Liberal no tenía interés en abordar la democratización, como demuestran las elecciones fraudulentas  que se celebraron en 1923. El gobierno no fue derrotado súbitamente, sino que lo estaba ya cuando Primo de Rivera se sublevó- aclara Tusell-. Primo de Rivera no estranguló a un recién nacido sino que enterró a un cadáver, el sistema político murió de un cáncer terminal de resultado conocido de antiguo.

            La figura política de Alfonso XIII, antiliberal convencido o regeneracionista con tentaciones autoritarias transitorias, quedó sentenciada por esta decisión de Septiembre de 1923, que, a juicio de la mayoría de los especialistas, selló, o por lo menos condicionó con enorme fuerza, el destino de una monarquía unida al carro de una dictadura militar. El pronunciamiento de Primo de Rivera supuso, en opinión de muchos historiadores y en palabras de Carr “la ruptura decisiva en la historia moderna de España”. Entre otras razones, porque no sólo cegó la más o menos probable transformación del régimen constitucional en un sistema plenamente parlamentario y dio paso a un nuevo y difícil proceso constituyente, sino que legitimó además el uso de la violencia política y abrió con ello un nuevo ciclo insureccional que no ayudó en absoluto a la consolidación de una democracia en España.

            Aunque sólo fuera por eso, la imagen del monarca debe asumir la carga de haber puesto la guinda, con su beneplácito al golpe, a “uno de los momentos catastróficos de nuestra historia contemporánea”. La memoria de Alfonso XIII no se librará fácilmente de la sombra de aquellos días.

           


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