PARTE II Del Africa romana al Magreb beréber y árabe
El periodo de Justiniano I (527-565)
1 La guerra “mora”
Tal vez es posible fijar un momento histórico en el que
la transformación del África romana hacia una nueva configuración humana y
socio-económica, el “Magreb bereber”, se acelera y toma ya un camino sin
retorno. Coincide con la llegada de los bizantinos y se muestra en una primera
fase álgida entre el 520 y 540. Por entonces, una población invasora procedente
del pre-desierto y aún del desierto desde el sureste, fijó residencia en lo que
antaño y durante cinco siglos habían sido territorios latinos de tan fuerte
como brillante romanización. Sin ninguna duda, a este hecho histórico
memorable, por diversas y espurias razones no se le ha dado el relieve que
merece. No en balde, dentro del lejano y trascendental proceso se han querido
ver y barajar cuestiones de índole demasiado actual; el colonialismo frente a
cierto celo neo-nacionalista que, en desgraciado conjunto, han acertado a
distorsionar mucho la cuestión, cuando no obligado al simple y radical silencio,
para merma de la investigación y ciencia históricas, que sólo con grandes
dificultades y prudente tacto se ha ido abriendo paso desde hace relativamente
pocas décadas hasta nuestros días. La llamada de auxilio de los africanos a
Justiniano en los años finales de aquella década del 520, no fue sólo una más
entre las ya habituales generadas por el dilatado y gravoso peso de la
“tiranía” vándala. La alarma había crecido por el hecho de que éstos últimos no
ofrecían garantía alguna de defensa frente a otro invasor mucho más primitivo:
las tribus llamadas “moras”; una denominación seguramente equívoca en origen
aunque alcanzaría fortuna. A tenor de las fuentes y de la arqueología, parece
muy claro que bien al comienzo del siglo VI aquellos pueblos que habían
aparecido siempre en oleadas (al igual que los germanos en el “otro extremo del
mundo”), pretendían ahora “quedarse” en la debilitada África, sin que la
romanidad atisbara tiempo ni medios para integrarlos antes de que pudieran
destruir su renqueante civilización. Urgía una reacción que sólo la mayor y
única potencia romana que quedaba, Bizancio, estaba en condiciones de dar. Tal
vez no era una tarea “rentable” para el Imperio regido desde
Constantinopla-Nueva Roma, pero la ideología nacionalista y la enorme visión
estratégica de un personaje excepcional como Justiniano pondrían a favor de
África una difícil empresa de salvación. Que bien o mal otorgaría otros dos
siglos de vida a la latinidad africana o mutatis mutandis retrasando la
hegemonía bereber sobre tales tierras, las que papel tan primordial habían
representado en la cultura y vida del “romanismo” y la cristiandad ( Sobre las peculiaridades y el
balance del África romana, entre un abundante elenco de tratados, se puede
consultar el texto clásico, esquemático y a la vez perfilado, de Charles
Picard, La Civilisation de l'afrique romaine, Paris. 1959.). No
hay ninguna duda de que los bizantinos tenían cabal conocimiento sobre la
presencia de “moros” en África. De hecho conocían a estos enemigos por haber
tenido ya contacto con ellos en territorios orientales (aparecen descritos con
detalle en varios textos de orden diferente, entre los que destacan ciertos de
PROCOPIO y SINESIO). Pero, ¿cuándo habían irrumpido sobre la romanía aquellos “barbari”
del desierto? Aunque los autores clásicos siempre mostraron tener especial
empeño en nominar de la misma manera a los bárbaros que llegaban desde el mismo
lado11, es notorio que los “moros” del siglo IV son una reciente oleada humana
que se desplazaba desde el sureste atraída por la riqueza de las riberas del Mare
Nostrum, sin conexión ninguna con las pretéritas tribus númidas o “mauri”
preromanas, que ya estaban, hacía siglos, perfectamente insertas y sumadas en
el totum populi romanus. En Cirenaica (norte del actual estado de
la República de Libia), gracias a que a que la autoridad imperial no había
cedido a la presión vándala, no faltaron fuentes para informar de la primera
llegada de tales nuevos moros. Entre el 405 y el 412, los llamados Austuriani
llevaron a cabo raids violentos de los que da fiel noticia Sinesio de Cirene
(Sinesio, Lettres, 41 y 78. También Catastase, II). En el 449 la misma tribu
volvió a intentarlo y Constantinopla debió enviar al general Armatius, que
pareció haberlos expulsado y perseguido hasta muy dentro del desierto. El
emperador Anastasio llegó a emitir varios decretos para reforzar el limes, con
la pretensión de hacerlo impermeable al prohibir cualquier paso de extranjeros
desde el sur (ello sugiere que la entrada se hacía por pequeños destacamentos
que simulaban mercadeo), salvo para una tribu en concreto que se juzga como
“amiga” (Edit d´Anastase sur la Libye, II, ed. G. Olivero, Trad. en A.
Chastagnol, La fin du monde antique, Paris, 1976, pág. 313). Tales
medidas debieron ser efectivas porque recién en el 512-513 surgió otra horda,
la llamada de los Mazikes, atacando la zona rural de la Pentápolis,
aunque fueron igualmente rechazados de modo que su rastro se perdió en las
arenas y para la historia. Así, durante un siglo, los romano-bizantinos habían
tenido ocasión de conocer bien a los “proto-beréberes” siendo capaces, sin
demasiado esfuerzo, de mantenerlos a raya en Cirenaica. Y con esa
experiencia les resultará difícil de imaginar que otra, muy distinta, será la
situación en la cercana África, cuando derriben el reino vándalo.
2 Los moros en el África al
principio del periodo romano-bizantino
Aunque no abundan las reseñas de los decenios vándalos,
parece fuera de duda que hacia mediados del siglo V los proto-beréberes
llegaron también al África y que los guerreros germanos tampoco tuvieron
dificultad en rechazarlos. Pero las condiciones eran más difíciles que en la Cirenaica
porque las ciudades y la mayoría de la población estaban inertes, sin armas
ni murallas. Será con los descendientes de Genserico que amanecerá el gran
peligro. Sabemos que en el año 489 la tribu que tenía por rey a un tal Iabdas y
que presumiblemente procedía de un territorio incluido en el (los romanos y después los
bizantinos llamarán “germanos” en general a diversas oleadas del Norte, desde
los alamanes a los godos, que desde luego tenían cosas en común pero a los que
separaban siglos y muchas diferencias, de la misma manera que distinguirán como
“sármatas” a los del Oriente, incluidos los primeros turcos que aparecen en
Anatolia) actual estado del Chad, se había adueñado de la
cordillera del Aurés, ligeramente al interior del limes romano en el África. En
el 529 la tribu de los Laguatan hizo su aparición en el área de Tripolitana,
tal vez coincidiendo con la sublevación de la población romana contra los
vándalos, dirigidos los latinos por el notable Pudencio que entabla relación,
buscando imprescindible apoyo, con Justiniano. Los Laguatan se establecerán
entonces sólidamente en el pre-desierto y sobre una parte de las llanuras
tripolitanas; desde allí lanzarán raids intermitentes sobre las ciudades
costeras (Leptis Magna y Sabrata sufrirán mucho con tales asaltos). Parece que Byzacena
y la Proconsular (norte de Argelia y estado de Túnez actual), Cesariana
y Tingitana (parte noroccidental de Argelia y norte del Reino
alauita de Marruecos, a día de hoy) estuvieron relativamente tranquilas hasta
la víspera de la llegada de los bizantinos. Pero justo por esas fechas ocurrió
lo peor. A todas ellas convergieron en el 529 otros grupos, particularmente
violentos y peligrosos. Los Frexas, dirigidos por un líder intrépido, el jefe
Antalas, y los que seguían al caudillo Cutcina se establecieron con todos sus
hombres, mujeres y prole en los antaño fértiles pagos del sudoeste de la Byzacena.
Una parte de los habitantes romanos huyeron hacia el interior y la costa donde
hay señales y documentos que manifiestan la incertidumbre y los graves
problemas de ubicación para tantos desplazados. Otros todavía se mantuvieron
firmes en sus hogares a cambio de pagar en especies un tributo a los nuevos
“bárbaros”, repitiendo el arquetipo que antes protagonizaran los germanos.
Ciudades como Ammaedara (la patria chica de Apuleyo), Telepto, Cululis y Mames
se convirtieron entonces en “ciudades frontera”. Pero los nómadas no se
establecieron; todo lo contrario, buscaron nuevas presas aún más en
profundidad. Ruspe, la ciudad episcopal de San Fulgencio fue saqueada poco
después de la muerte del santo (532-533), según relata la Vita Fulgentii,
por aquella Gens Inimica Maurorum que causará “muchas devastaciones
por el pillaje, la muerte y el incendio, degollando en el recinto mismo de las
iglesias a todos aquéllos que pudieron encontrar”. En otras urbes muy
importantes como Hadrumetum y Sullectum los habitantes hubieron de improvisar
muros de fortuna uniendo sus casas con barricadas. Algunos autores como el
clásico Dile, sugieren que, a pesar del indudable buen servicio de información
que tenían, los bizantinos se vieron sorprendidos por el volumen, el vigor y la
audacia de los moros, a los que suponían menos, más torpes y propensos a la
fuga o retorno a sus tierras de origen en el intervalo entre el Gran Erg
Oriental y Occidental o más allá del Gran Atlas. Lo cierto es que se habían
atrevido a grandes aventuras y aprovechando la indefensión forzada por los
germanos en los campos y ciudades, se habían atrincherado en varias regiones
montañosas o vagaban sin cesar en las más abiertas llanuras. Los
romano-africanos que daban noticias y presionaban a la corte de Justiniano para
retomar la provincia, insistieron en la oportunidad del momento, porque los
vándalos estaban comprometidos con una nueva oleada de hordas del desierto. Un
pasaje de la Crónica de Zacarías el Retor, contemporáneo de los hechos, es bien
explícita: “Pero estaban entonces en Constantinopla ciertos nobles del
África quienes, a causa de una querella que ellos tenían con el príncipe tirano
de aquella tierra [Gelimer el vándalo], habían abandonado su país y buscado
refugio junto al emperador; y ellos le darían informaciones sobre este país y
le empujarán a actuar, diciéndole que este país era muy vasto y muy apacible y
que ellos [los vándalos] no desearían de ninguna manera una guerra con los
romanos, porque estaban enfrascados en un combate con los moros, un pueblo
establecido en el desierto y que vivía como los árabes, del robo y la rapiña. Y
ellos insistirán delante del emperador que este país había sido arrancado y
hurtado al Imperio Romano desde los tiempos de Genserico, el mismo que tomó
Roma también, recogiendo los objetos de valor en oro y en plata, y que se
retira a Cartago, en África, una hermosa ciudad de la cual él se apropia y
ocupa” (Zacarías el Retor, Chronica Siriaca, IX, 17, Trad. al
inglés de F.J. Hamilton y E. W. Brooks, London, 1899, pág. 261). Sea como
fuere, el caso es que en junio del 534 los soldados romano-bizantinos
desembarcan en Caput Vada y los beréberes tienen noticia de ello. Sin
duda temen a los nuevos estandartes de Roma y envían embajadores a Belisario
para solicitarle un acuerdo: acatan la soberanía del emperador Justiniano y a
cambio solicitan que se les reconozca el dominio “statu quo” sobre las tierras
que ocupan. El sabio comandante parece aceptar en principio tales pretensiones
porque no desea tener más enemigos enfrente de los necesarios. Más tarde, las
cosas habrán de cambiar radicalmente cuando el poder ya esté firme en manos de
los prefectos y, como el mismo emperador se encarga de poner por escrito, no se
regatearán esfuerzos para reconducir toda la situación y expulsar a los moros
al otro lado, “extendiendo las provincias africanas hasta los confines donde
antes de la invasión de los Vándalos y de los Moros tenía su frontera la
república romana, y donde estaban estacionadas las antiguas avanzadas, como se
ve por los atrincheramientos y fuertes” (Cod. Just. 1. 27. 2: 4) Una
tarea difícil, como veremos.
3 Los esfuerzos bizantinos iniciales por recuperar la integridad del
África: obra y campañas de Solomon
No hubo periodo de paz. Apenas desmantelado el poder
vándalo, los bizantinos emprendieron la labor de limpieza y reconstrucción.
Para ello hubo que jugar a muchas bandas y, en la mejor tradición romana, se
echó mano al “divide y vencerás”. Lo más temible eran las “confederaciones” de
tribus y Solomón, primer gobernador bizantino en África, intentó a todo trance
evitarlas mientras eliminaba una a una las hordas beréberes. Tuvo éxito sólo
parcialmente, aunque no por falta de dotes y méritos; hay que reconocer que se enfrentó
a verdaderas situaciones “imposibles” en el marco de un Mediterráneo
incendiado, con guerras que Justiniano, con más voluntad que medios, llevaba a
cabo simultáneamente en Sicilia, Italia y los Balcanes (ampliadas
luego a Hispania, sin perder nunca de vista la región de Mesopotamia y
Persia), de donde no podía distraer ningún recurso militar. Pese a todo,
entre el 534 y 539, el general originario de Dara (en Asia Menor) consiguió
estabilizar o “fijar” a las principales tribus y asegurar la mayor cuantía del
territorio. Y ello a pesar de que partió de una situación muy delicada. En el
mismo año de 534, cuatro tribus confederadas (tal vez 10.000 combatientes),
subiendo desde Nemencha se abatieron sobre la Byzacena, bajo el
mando de cuatro jefes, Coutsina, Esdilasa, Iouphrout y Medesinisa; mientras que
por el sur de Numidia, los habitantes de la llanura daban la voz de
alarma porque arriba otro grupo a cargo de Iabdas, quien, bajando de la
cordillera del Aurés, comenzaba a pillar los fértiles campos. El destacamento
de caballería bizantina que en primera instancia se les opuso12, fue aniquilado
hasta el último hombre. Cundió el pánico entre la población romana, incluso en
Cartago. Pero Solomon era un hombre audaz y valiente, de una experiencia
militar enorme en la que siempre había probado su temple. Reunió las menguadas
tropas y añadió algunos civiles armados para enfrentarse a los beréberes en la
llanura de Mamma. Eran realmente pocos y los moros aceptaron la
batalla campal porque presumían que, dada su superioridad en número, la ventaja
en técnica de los romanos no sería tan decisiva. Afirma el historiador PROCOPIO
que Solomon, espada en mano, con 500 infantes, despedazó los cuerpos de los
camellos que servían de “fortín” al reducto circular moro. Estos huyeron
entonces; y pudieron hacerlo en gran cantidad porque eran sólo jinetes, las
familias entretanto, habían quedado atrás, más cerca del limes. No hubo
persecución “en caliente”. No resultaba necesaria ni prudente pues, con tamaña
victoria prácticamente toda la Byzacena quedaba libre de beréberes y
urgía reforzar el ejército. Numidia, sin embargo, debió esperar y las
ciudades valerse por si mismas durante algún tiempo. Luego de la fulgurante
victoria, el prefecto regresó a Cartago para demandar ayuda a Constantinopla y
proceder a formar y armar nuevos soldados entre los autóctonos. Muy pronto, a
principios del 535, Solomon salió en busca del grupo que restaba, el cual se
encontraba en la montaña de Burgaon, casi en la vieja frontera del Sur. Les
ofreció batalla, pero los moros ahora no se atrevieron a enfrentarle,
permaneciendo apostados en una formidable posición, en la pendiente y al amparo
de las crestas. De nuevo la intrépida mente del daraense dio a luz una
estratagema. Escaló en la noche por la otra cara con un millar de escogidos y a
la mañana siguiente los que recién se sentían seguros vieron con espanto que
estaban pillados por dos frentes. Comenzó una huida loca donde caballos,
hombres, mujeres y niños se pisaban y mataban unos a otros para salir de la
ratonera. La mortandad fue enorme, el mismo cronista habla de 50.000 moros
muertos (sin duda una exageración), pero en cualquier caso, debió ser una gran
jornada que aportó un enorme botín (lo recogido en las razias anteriores), y
muchos esclavos (PROCOPIO señala que un niño moro se vendía días después en el
mercado al mismo precio que un cordero). En el verano del 535, Byzacena estaba
sin
12 Muy
limitado, de apenas 500 hombres, pero seguramente el corazón de los coraceros
que quedaban en África beréberes, los supervivientes se escondían donde
podían de la sed de venganza que afloraba entre los romanos del campo, muy poco
antes esquilmados y maltratados. Del desbande resultante, unos volvieron al
pre-desierto y otros corrieron a unirse con el grupo de Iabdas, en Numidia.
4 Guerra civil y segunda campaña
No hay duda de que Solomon era eficiente y recto, pero
tampoco puede ocultarse que no contaba con buenos soldados ni con el monetario
suficiente para su sostén, al menos si pretendía evitar que se comportaran como
“otros depredadores” frente a los romano-africanos. La falta de disciplina era
una constante en todo el ejército bizantino del siglo VI. Abundaban los
mercenarios, la superstición y la ignorancia más extremos. La agilidad y el
rigor del general no le rendían popular entre las filas asalariadas. Cuando
apetecía gozar de las comodidades de la vida urbana y otras riquezas usurpadas,
el jefe exigía mantenerse alerta y vivaquear con austeridad. Hubiera bien
valido para legionarios de César o Trajano pero no en aquel siglo de la
Antigüedad Tardía. Los gastos de reconstrucción de la provincia debieron ser
grandes y para peor aún, muchos de los mejores hombres fueron enviados a Italia
para reforzar los regimientos de Belisario, quién a la sazón se hallaba inmerso
en otra contienda contra los ostrogodos. No sorprende que en la Navidad del
535, mientras Solomon preparaba su campaña para expulsar a los moros del Aurés,
estallara la rebelión. Ya se había intentado asesinar al prefecto en la misma
misa del gallo, pero no fue sino a finales de febrero cuando cuajó la tremenda
ruptura. La soldadesca asesinó a sus oficiales, asaltó el palacio y entró
primero en las casas más opulentas y luego en las restantes, sin distinguir
nivel. Durante varios días cundió la anarquía total. Aunque el Estado Mayor
escapó a la ciudad de Missura (Solomon incluido), algunos destacamentos
mostraron al fin lealtad y lograron afirmar cierto orden en la capital. Los
restantes la abandonaron para reunirse en la llanura de Bulla Regia donde
resolvieron nombrar jefe a un decurión (sargento) llamado Stotzas. Un personaje
brutal que, no obstante, demostraría tener poco de incompetente. Aquel soldado
curtido en mil batallas a uno y otro lado del Mediterráneo supo establecer
nuevos rangos entre sus conmilitones y actuó como un verdadero
“emperador del África”. Liberó a prisioneros vándalos para encuadrarlos en un
batallón y recibió embajadores de los moros que seguían a Iabdas y Rotáis;
ambos jefes le juraron sumisión y apoyo. Con tales huestes Stotzas rodeó
Cartago, apostando por el terror, al más puro estilo “vándalo”. Prometió perdón
si los leales se unían a su causa y horror si no era así. Los africanos
empezaron a temblar y cuando tanto notables como oficiales comenzaban a jugar
con la idea de la rendición llegó al puerto una pequeña flota que capitaneaba
Belisario, al que había ido a buscar Solomon en persona .Los refuerzos no eran
gran cosa. Apenas 1000 soldados salieron al encuentro de los rebeldes; una
carga “en lanza acorazada” en el paso de Medjerda (hoy
Medjez-el-Bab), y el nombre del gran general fueron suficientes para ponerles
en fuga. Belisario retornó raudo a Sicilia, convencido de haber resuelto el
grave asunto. Pero, prueba del enorme deterioro en pagas y condiciones, justo
entonces también la guarnición de otra provincia, la Tripolitania, se
alzó en rebeldía, uniéndose a Stotzas, cuyas fuerzas pudieron cifrarse entonces
en casi 4000 combatientes, una tercera parte del total de milites en el
África. La marea avanzó de nuevo contra las cabezas de departamento, que se
encerraron tras los muros recién reconstruidos y reforzados. A Constantinopla
se enviaron lastimosas y apremiantes peticiones de ayuda. A falta de efectivos,
Justiniano despachó sólo a un hombre, bien conocido y respetado, Germanos,
quien había sido magíster militum per Traciam y se había distinguido por
la manera juiciosa de enfrentarse a la invasión de los eslavos en el Danubio.
El general asumió parte de las reivindicaciones; retiró algunos comandantes
poco “populares” (como Martín y Valeriano, que luego actuarían con eficacia en
Italia), y prometió pagar todas las soldadas que se adeudaban, incluso las de
tiempos “insumisos”. El invierno transcurrió en negociaciones y a la primavera
vino el inevitable enfrentamiento. Germanos mantuvo el pulso con Stotzas en una
memorable batalla, sobre la llanura de Cellas Vatari. Fue una
terrible carnicería entre bizantinos donde todos perdieron. Stotzas sobrevivió
acogido por unos nómadas al borde del Erg. Cuando Germanos retornó a la capital
no dudó en aplicar mano dura contra aquellos soldados que pretendían sostener
el espíritu “sindicalista” anterior; un número importante fue ejecutado. En
todo este tiempo, tres cruciales años, los moros permanecieron quietos y a la
expectativa pero fortalecidos progresivamente por la migración de nuevas tribus
o clanes del desierto, que acudían al socaire de las noticias sobre la “guerra
civil romana” y la realidad, que daba prestigio, de esos otros hermanos que
habían logrado establecerse conformando “reinos” en tierras antaño
inalcanzables y ricas.
5 La reconquista de la cordillera del Aurés
En el año 539 la situación en Italia estaba más segura y
Justiniano pudo ya enviar un ejército serio al África, al mando otra vez del
enérgico Solomon. Tocaba el turno precisamente de los moros amparados en la
cordillera del Aurés. Aunque no hubiera sido descabellado dejar tal región
montañosa fuera del limes y hacer una nueva línea de fortalezas al norte de la
misma, las ordenes imperiales que querían situar las fronteras en el mismo
lugar que antaño y, tal vez, otros condicionantes económico-tácticos (algunas
ciudades y villas ricas se encontraban en la región) hicieron que el inagotable
patricio se empeñara en volver a reubicarlo al sur y ello implicaba “limpiar”
el difícil territorio.
La campaña se inició con la reconstrucción de los viejos
fortines, que fueron provistos de adecuadas guarniciones. Una impresionante
línea fue bien elevada o restaurada. De este tiempo datan los lienzos de
Tagoura, Madaura, Tipasa, Ad Centenarium y Tigisis; obras que cerraban el
acceso al rico Tell desde el Sur y constituían una base de operaciones contra
los acantonados en el Aurés. Y ahora no hubo contratiempos. Las esposas
vándalas (fuente de discordias) fueron expulsadas y llevadas en masa hasta el
Asia Menor, y se conformaron destacamentos nuevos con un número cada vez mayor
de africano-romanos. Con un sistema militar que aún copiarían ejércitos
modernos en el siglo XIX y XX en las llamadas “operaciones antiguerrilleras”, se
optó en esta ocasión por acechar y seccionar los distritos mediante “columnas”
autónomas que surcaron el territorio hostil ciñendo y reduciendo
progresivamente el espacio por donde podían circular los enemigos. Al fin,
varias secciones romanas encontraron a los jinetes guerreros moros más activos
y los batieron cerca del Oued Bou Rougal. Ello significó anular la capacidad de
hacer daño por parte de los nómadas, lo que no conformó al comandante romano.
Hizo escalar a sus hombres y se enfrentó al grueso de la tribu en el corazón de
la cordillera. Los beréberes fueron masacrados y apenas Iabdas consiguió huir
herido hasta algún oasis del desierto, en lo que hoy es la frontera entre Libia
y Chad. Las ciudades honraron la victoria con estatuas y placas conmemorativas,
algunas aún hoy visibles y legibles, en el esqueleto de piedras que es el
testimonial legado in situ del África romano-bizantina.
6 La grave crisis de los años 545-546
En el año 541, los delegados africanos de visita en
Constantinopla se atrevieron a declarar delante de Justiniano que, bajo su
benemérita autoridad, la provincia había ya recobrado su pretérita y famosa
prosperidad (Nov. app. II). Tal vez fuera una exageración, pero algo de cierto
parecía que había en tan agradecidas como solemnes palabras. Lo que parece
innegable es que las mismas surtieron un doble efecto: por un lado avivaron el
deseo del inquieto emperador a jugar su suerte en otras empresas castrenses y
por otro, le alentaron a reducir drásticamente las tropas en Cartago y
las Mauritanias, apenas un año y medio después. Para mayor yerro, esto
último se produjo justo cuando la gran plaga de peste bubónica alcanzaba el
área. Insisten mucho los cronistas bizantinos en señalar la terrible mortandad que
originó entre los romanos tal plaga y la escasa o nula incidencia que tuvo
sobre los beréberes. Lo cual, en conocimiento hoy de la etiopatogenia exacta
del mal, no extraña. Las pulgas, el vector que porta el germen, se refugiaban
en pajares y cosechas, amén de cuadras y hogares. Algunas pieles eran
especialmente atractivas para el artrópodo pero otras les resultaban hostiles.
Es la “inmunidad” a la picadura que protege a ciertas poblaciones ya habituadas
a la presencia, en generaciones, de similares parásitos. En el desierto y bajo
tiendas, sin almacenes de ninguna clase y en perpetuo movimiento bajo sol y
entre la aridez, la yersinia pestis gozaba de muchas menos
oportunidades. Desde luego es temerario asignar cifras, ni siquiera
aproximadas, pero que aquella fue causa de un hundimiento brutal demográfico
del que la romanía africana no se recuperaría jamás, es una hipótesis bien
plausible; máxime cuando la crueldad de las guerras moras iba a durar bastantes
años con gravísimo quebranto de la infraestructura productiva, comercial y de
comunicaciones. Sobre todo, circunstancia crítica, a partir de una terrible
derrota que sufrirían las armas de Bizancio. Una vez más, conocedores del
estado de indefensión de los bizantinos y a rebufo del abatimiento por la enfermedad,
los laguantan y aún los guerreros de Antalas, hasta entonces aliados más o
menos fiables, reiniciaron el saqueo. El sur de la Byzacena y Tripolitania
sufrieron lo indecible. Con un ejército totalmente insuficiente Solomon se
enfrentó a los moros en la llanura de Cillium; y pese a un
excelente planteamiento táctico y al derroche de heroísmo, al final, mediando
el abandono de un buen número de mercenarios, el prefecto sucumbió junto a lo
mejor de sus hombres. Resultó ser “un desastre para el África de terribles
consecuencias” (Diehl, L'Afrique byzantine, pág. 343), cuya
noticia corrió rauda, haciendo que hasta los godos de Hispania intentaran
también sacar partido, al saltar el Estrecho y poner sítio a la fortaleza de
Septem (Ceuta), seguramente después de asolar la región de Tingis. Sólo
las plazas fuertes, tal que la mítica Abila que mira al mar frente a Algeciras,
y ciudades amuralladas resistieron; permitiendo a duras penas que una parte de
la población sobreviviera. El resto se hundió sin remedio. El agro retrocedió
muchos decenios, sino siglos. En centenares de kilómetros ninguna autoridad se
ejercía. Nuevas tribus se agregaron a la marea, como aquella de los gumaris en
el Rif y en el sur de la Tingitana. La Sitifense se redujo a la
costa y el paso por tierra ya nunca volvió a ser algo seguro. En efecto,
parecía que se trataba de un verdadero cataclismo. La crítica situación que se
vivió al día siguiente de la muerte de Solomon supo ser aprovechada por el
increíblemente despierto Stotzas. De nuevo fue capaz de crear una confederación
de desertores, mercenarios, vándalos y beréberes. Con tacto y ambición, ambos
con derroche. Y no sabemos dónde habría podido llegar si no fuera porque una
espada le habría de cercenar el futuro cuando menos parecía. A comienzos del
545, con impunidad total, la amalgama bajo su dirección arrasó la región
central. Los tribunos Himerio y Juan Sisinios, con apenas unos escuadrones y
empujados por las lamentaciones de los civiles, intentaron una precaria
resistencia. El primero cayó prisionero y, al decir de PROCOPIO, sirvió para
cierta artimaña que hizo a los habitantes de la ciudad abrir las puertas, lo
que precipitó la toma y devastación de la antaño floreciente y opulenta
Hadrumetum. El segundo, entretanto, murió con todos los suyos en Tacia
(Bordj-Messaoudi), en la carretera de Sica a la capital, a finales del mismo
año. No obstante vendiendo muy caras sus vidas, porque el capitán bizantino fue
el responsable de matar en singular combate al escurridizo Stotzas. Un golpe certero
que acabó descabezando a una peligrosa masa de combatientes que, a partir de
entonces, ya no volvió a ser tan efectiva. Aún con tal estado lamentable de
cosas, Justiniano debió reducir la guarnición de Cartago, trasladando algunas
compañías de coraceros hasta Italia, donde en aquel inicio del 546, Totila y
sus godos estaban a las puertas de Roma. No es necesario insistir en el grado
de precariedad que vivía el África, al borde mismo de la pérdida de cualquier
tipo de dominio real sobre el territorio. Antalas, Coutsina y Iabdas habían
reunido sus fuerzas y campaban por sus respetos. El nuevo prefecto Aerobindo,
un hombre pusilánime y torpe, permaneció inactivo, encerrado entre los muros
del prefectorio. El único general bizantino eficiente y que contaba con algunas
tropas de cierta envergadura, de nombre Guntario, se hallaba a la espera de su
oportunidad; al sentir de Diehl, pretendía aparecer como el libertador cuando
la situación se tornara irreversible. En sus planes, contaba con derrotar a los
moros, que seguían estando subestimados como enemigos, y hacerse con la
provincia a sabiendas de que Justiniano no podría reaccionar atascado como
estaba en Italia y los Balcanes. Parece ser que Guntario y Antalas llegaron a
establecer un pacto: el romano prometió al moro abandonar para él la Byzacena,
darle la mitad del tesoro de la prefectura y poner a su disposición 1.500
hombres del ejército regular que le habrían de servir para dominar en ley la
región; para sí mismo se reservaba la capital y el resto de África con el
título de rey. Aerobindo ordenó un repliegue general de tropas hacia Cartago;
cada ciudad (lo único aún a salvo) debería defenderse sola, mediante civiles
apenas armados, lo que equivalía a condenarlas al abismo. Y ese fue el momento
(marzo del 546) que los confabulados tanto habían aguardado. Guntario no tuvo
dificultad en asesinar al gobernador y hacerse con el poder: África parecía
perderse para Bizancio y entrar en un periodo “independiente” bajo la férula de
un nuevo “hombre fuerte”. La represión “a la vándala” renació de nuevo. Otra
vez los notables fueron perseguidos, hasta los mercaderes orientales probaron
el acero. Se pretendía aislar el país. No obstante, Guntario no lo tuvo tan
fácil como había previsto. La oposición y el deseo de estabilidad dentro del
Imperio eran aún fuertes. El tribuno de Byzacena, Marcentio, y la
guarnición de Hadrumeto no reconocieron su autoridad. Un grupo importante de
oficiales en Cartago y los soldados de estirpe armenia no estaban tampoco de
acuerdo con tal “separatismo”. Y un líder surgió entre estos últimos; el
comandante Artabano, alguien de gran prestigio y que se rodeaba de una
especialmente leal cohorte de recios bucelarios. En mayo del 546, aprovechando
un banquete, ajustaron cuentas dando muerte a Guntario y sus más próximos.
Apenas treinta y seis días había durado su “tiranía”. El futuro no era, sin
embargo, promisorio. La realidad no podía ser peor: “Una parte de los
habitantes habían perecido bajo la espada de los beréberes, otros más numerosos
aún, habían sido reducidos a la esclavitud y arrastrados cautivos con las
tribus; el resto, para escapar a la masacre o a la servidumbre, había buscado
refugio detrás de las murallas de las fortalezas o bien expatriándose habían
ido a pedir en Sicilia o hasta Bizancio, una seguridad que la provincia parecía
no poder jamás ofrecer” (Diehl: L'Afrique byzantine, Tomo II,
pág. 359).
7 La estabilización de Juan troglita.
Previos.
La eliminación de Guntario no fue más que una anécdota en
medio de tanto desastre. Antalas, Iabdas y Coutsina seguían en pie y los
beréberes campaban a sus anchas, cada vez más atrevidos y numerosos. El leal
Artabano, no sabemos bien porqué, volvió a Constantinopla, tal vez cansado de
tanta incertidumbre y lucha que parecía no atisbar fin. Justiniano, bien
consciente de la extrema necesidad en África, hizo de nuevo una de esas hábiles
piruetas logístico-estratégicas en aquel enorme teatro de operaciones en el que
se jugaba cada año su suerte y la de sus súbditos. Firmó la enésima tregua en el
frente persa y detrajo de allí un ejército que puso al frente del que era uno
de sus mejores generales: Juan Troglita. El nuevo comandante en jefe para
África, aún siendo joven, tenía ya una larga carrera. Conocía al pormenor el
territorio y sus particularidades, allí había servido con Belisario y Solomon.
Justo antes de batirse contra los persas con acierto y en tan peliagudas
condiciones bajo el sol inclemente de Mesopotamia. Afortunadamente conocemos en
detalle las campañas de este magnífico militar gracias al escrito de Coripo
que, al margen de concesiones a la exaltación devota, es irrecusable testimonio
de una competencia y de un éxito, aún parcial, tan rápido como improbable a
primera vista. De la lectura, siguiendo un denso hilo a través de muchas
páginas, emocionantes por momentos, surgen una figura humana y un “modus
operando” diáfanos. Podemos ver que, como buen militar, Troglita sabía usar
la diplomacia, la flexibilidad más inteligente, la audacia y el valor. No hay
duda de que tenía voluntad de vencer, libertad de acción y una modesta pero
bien aprovechada capacidad de ejecución: pese a manejar siempre un ejército muy
inferior a las huestes enemigas, acertó a hacer valer su superioridad técnica.
No obstante, a estas alturas, la única victoria plausible era una con muchas y
muy importantes limitaciones. Y es que, sin duda, las condiciones no permitían
ya una verdadera “restitutio ad integrum”, como consecuencia de la
presencia de beréberes intralimes, en “reservas” o territorios “cedidos”, con
líderes más firmes y decididos a permanecer a la espera de una paulatina y
deseable “integración”. Era, tal vez, mucha y amenazante renuncia, pero no
había otro camino y aquella pérdida no ocupaba el primer rango entre las que el
mundo romano estaba encajando por entonces. Al menos se jugará, pese a
violencias y retroceso paulatino de la cultura, ley y órdenes romanos, un
cierto equilibrio romano-bereber durante un siglo y medio más. La última
esperanza se vendrá abajo cuando un tercer elemento entre en juego: los árabes
y el beligerante Islam13. Al menos, en primera instancia sus tesis sirvieron.
Diversos hombres, cuestiones y circunstancias fallarían después para que la
civilización romano-africana no lograra a la postre sobrevivir; pero tales
formaron parte de las disyuntivas de otras generaciones. Los factores críticos
y aditivos fueron fundamentalmente tres: 1. la incapacidad de la
sociedad romano-africana para regenerarse, incluso demográficamente, debido,
sobre todo, al gravísimo quebranto de la infraestructura agrícola. 2. las
cruentas y convulsas guerras romano-persas que también fueron impedimento para
un imprescindible apoyo desde el centro del Imperio y, 3. las
devastadoras invasiones árabes, que terminarían de dislocar el comercio
Mediterráneo y el eje a través de Egipto, Palestina y Siria.
Un ejemplo paralelo de la cuestión puede considerarse a partir del caso de los
eslavos. Invadiendo en tromba los Balcanes, Bizancio a duras penas logró
resistir y circunscribir sus hábitats. Aunque asentados sin remisión sobre los
territorios en áreas llamadas “eslavinias” (reservas similares a las de
los beréberes en África en el periodo post-Troglita) se mantuvieron en
equilibrio con la población romana hasta que las invasiones de los búlgaros
acabaron dando como resultado la expulsión completa de la latinidad y su
substitución por la exclusividad “eslavonia”; hasta el día de hoy. Del latín
que se hablaba en Salona, Naissus o Justiniana Prima (las patrias chicas de
Diocleciano. Constantino I o Justiniano), hoy ruinas en las cercanías de
Skopje, Split o Belgrado, sólo restan piedras labradas; los habitantes ahora
son rubios de azules ojos y lengua serbo-croata que miran, entre indiferentes y
cansinos, hacia tales restos que les resultan en verdad ajenos.
8 Las campañas de Juan Troglita. I.
Primera victoria sobre Antalas
Hacia el mes de diciembre del 546, Juan Troglita
desembarcó en Cartago. Si la capital conservaba entonces cierto donaire y
expectante calma, el panorama del África, muy por el contrario, era casi sin excepción
dantesco. 13 Troglita optó por el
realismo, aquel de considerar ya imposible la expulsión de los moros. Asumió la
tarea a largo plazo, un triunfo militar que “apaciguara” a los bárbaros para
después intentar una “integración”. O lograban integrar a los moros o los moros
integrarían, ¿o mejor dicho desintegrarían?, la romanidad africana. El
especialista Yves Modéran lo expresa en estos términos: “La llegada
de Juan Troglita en el 546 y un giro hacia el realismo práctico [..] salvarán
la posición del Imperio en Africa: el general bizantino escogió reconocer la
presencia en el interior de las provincias de unas comunidades moras que, con
sus jefes y costumbres particulares, conservarían una relativa autonomía.
Porque ¿cuantos pueblos había ya civilizado la romanía?, ¿no serían los moros
del siglo un grupo más?, se necesitaba tiempo, eso era todo y Troglita lo
consiguió...”, (MODERAN, Y: Les Maures et l'Afrique romaine,
IV-VII siècle, 2003; pág. 816).
Se argumenta que Coripo carga las tintas en su poema
histórico por mor de aumentar los méritos del general. Tal vez, y a ello se
pueden dar muchos datos, no le resultó necesario añadir apenas alguna
exageración. Byzacena estaba en la anarquía. Antalas, los levates y los
austures procedentes de Tripolitania se habían adueñado de los campos.
El grupo de Iabdas, en competencia y recípoca enemistad con aquellos guiados
por un Ifisdaias y el conocido Coutsina, hacían lo propio en Numidia.
Incluso la región costera estaba infestada de bandas. En Tingitana, el
“rey” Mastinas retornaba a la secesión y el área noroccidental quedaba cortada
del resto de la provincia africana14. Como buen militar, Juan era antes que
nada un excelente “líder humano”, dotado para la empatía y la diplomacia.
Consiguió atraerse a la mayor parte de los jefes en Numidia con promesas
de sentar en ley ciertos “foedus”. Después, veloz y decidido, en la estela de
Belisario y Solomon, al lado de los cuales había hecho carrera, se encaró con
los bárbaros de Byzacena. Éstos respondieron como de costumbre, huyendo
hacia las regiones montañosas del Sur, donde contaban con las lluvias de
invierno para disuadir a los bizantinos de marchar contra ellos. Los beréberes,
no obstante, se sentían muy fuertes y comenzaron a entender que la sincronía
entre huestes podría ser harto provechosa para todos. El veterano y astuto
Antalas fue el “gran caudillo” en este sentido. Consiguió hacer confluir a los
Levates, Austures e Ifuraces en la cordillera al sur de Sbeitla, de modo que
allí se dieron cita guerreros, familias, carromatos, animales y también, lo más
espectacular y doloroso, el impresionante botín en objetos de todo tipo y
romanos esclavizados que seguramente alcanzaban muchos millares. Tal
concentración de hombres y riquezas pareció infundir una confianza y bizarría
inusitada entre los moros. Aguardaban la llegada de las cohortes
romano-bizantinas, seguros de poder afrontar una batalla campal. Incluso
pretendieron en determinado momento que los ídolos traídos para la ocasión
desde remotas tierras, entre ellos el dios Gurzil, presidieran el encuentro.
14 Parece
que poco antes de la llegada de los bizantinos, en el área intermedia entre
Cesariana y la Tingitana, surgió un poder independiente al que los
especialistas les cuesta definir. La mayoría se decanta por considerar tal
estado, que emitirá moneda y tendrá una administración “moderna”, la obra de un
líder particular que supo aunar a la población autóctona latina con alguna
tribu mauri dispuesta a integrarse y convivir. Sin duda fue un romano, llamado
Masuna, quien fundó un “reino” con capital en Altaua, (Ouled Mimud), que pudo
sobrevivir largo tiempo, extendiéndose tal vez hasta Volúbilis por el suroeste.
Representaba una resistencia en lugar idóneo frente a la tiranía vándala. Se
conserva una inscripción, fechada hacia el 508, que refrenda bien tales
presupuestos. La misma reza: Pro sal(ute) et incol(umitate) reg(is) Masunae
gent(ium)/ Maur(orum) et Romanor(um) castrum edific(atum) a Mas/giuini
pref(ecto) de Salar lider proc(uratore) Cast/ra Severian(a) quem Masuna Altaua
posuit/et Maxim(us) proc(urator) Alt(auae) perfec(it) p(rovinciae anno)
cccclxviii (año 469 de la era provincial de Cesariana, tal como era
costumbre documental entre los romanos y que responde al 508 d.C.). Mastinas,
sucesor de Masuna, aceptó la soberanía de Bizancio como el resto de los
africanos, pero deseoso seguramente de no compartir tesoro ni fisco, aprovechó
la crisis del 546 para retornar a una soberanía de facto que estaría bien vista
y apoyada por los visigodos, aliados estratégicos contra el Imperio; germanos
de los cuales estaban separados por el territorio mayor de la Tingitana con
puestos firmes bizantinos en Rusadir (Melilla), Septem (Ceuta), Tingi (Tánger),
Banasa, el Castellum Duga (Suiar al-Habta), de Zilil, (Dchar Yedid), Lixus
(Larache), Oppidum Novum (Jandaq Amar) y Castellum ad Lucus (Alcazarquivir),
Tamusida y Sala, el puesto más al sur en el Atlántico con su poderoso Castellum
Salensis y el viejo templo Ad Mercurios, sede ahora de una basílica cristiana y
residencia del obispo (Maercillet-Jaubert, J: Les inscriptions
d'Altava, Aix-en-Provence, 1968, nº 194, págs: 126-127). En las monedas
emitidas por Mastinas aparecía por una cara su monograma rematado por una cruz
y por el reverso la imagen de Justiniano I.
El combate duró largas horas y no estuvo claro el
resultado hasta el final. No contamos con detalles, salvo que hubo una enorme y
confusa “melé” y cargas sucesivas de una caballería pesada que eludió a toda
costa verse sujeta en la confusión. El general bizantino marchaba de uno a otro
lado, dejándose ver de todos y cada uno de sus subordinados, infundiendo
energía y orden. En algún momento los jinetes moros decidieron huir y la
batalla entró en la fase de persecución. El caso es que tanta sangre había
excitado la rabia y ferocidad de los milites, aún más exacerbadas cuando
pudieron ver las crueldades a las que habían sido sometidos los indefensos
civiles romanos; ancianos, niños, mujeres, todos desnudos, atados en largas
cadenas y marcados como reses que se llevaban a la venta o al matadero si no
servían. No hubo piedad ni el cansancio pareció hacer mella en la venganza.
Sólo la oscuridad de la noche dio término al trabajo de la espada. “Una
multitud de cautivos fueron redimidos” (Diehl, L'afrique byzantine,
pág. 370), y pilas ingentes de objetos litúrgicos, tesorillos, vestidos,
aperos, muebles y otros enseres recuperados. Entre ellos los estandartes del
malogrado Solomon, que más tarde serían enviados a Constantinopla. Fue un gran
día para las armas de Bizancio15, pero a la larga representaría el primero de
una empinada y difícil serie de pruebas, necesarias para pacificar el
agonizante África.
15 Frente
a un grupo de prisioneros moros Juan Troglita liberó sus emociones,
preguntándose el porqué de la guerra, una cuestión que aún hoy sigue sin
respuesta, ¿por qué buscamos en casa de otro lo que no es nuestro?: pero el
general, que ya desde hacía tiempo contemplaba despectivamente a los cautivos
con mirada amenazadora, dijo encolerizado: “¿Quien inició este desafío?,
hablad canallas. ¿Qué funesto destino os empujó ahora a volver con vuestras
correrías por los campos líbicos, a invadir los caminos que no son vuestros y a
saquear con vuestros acostumbrados pillajes las casas de los púnicos y los
pueblos latinos?” (Coripo, Juanide, VII, 500-505) Y la
respuesta del moro, nos trae a recuerdo un argumento muy conocido, ya esgrimido
desde la Biblia hasta nuestros días: la tierra prometida por un Dios… “Tu
inflexible orden me apremia a confesarlo todo. [....]. Vaticinó el dios
profético Amón a nuestras tribus que concedería los campos de Byzacena a los
moros mediante la lucha y por medio del gran jefe Carcasan. [...]. Con
estas palabras Amón Belona obligó a las innumerables tribus a volver de nuevo
por vuestros campos” (Coripo, Juanide, VII, 515-520). Y el
fanatismo que empuja con terca sinrazón se instala para que el horrendo horno
de la guerra no pierda fuelle: contra Dios nada valdrá, Dios nos sostiene y
venceremos... El moro advirtió: “No creas que nuestras tribus huyen, incluso
si viniera el emperador y vaciara el orbe entero llevándolo a la guerra. [...].
Porque ahora, Amón con seguridad nos concede batallas victoriosas mediante sus
respuestas, ¿crees que el laguatan se retira con los suyos o que ha huido? Esto
querrías general, pero no será ésta la voluntad de tus hados”. Los oráculos
moros han dicho: el moro que tenga valor ocupará para siempre los campos de
Byzacena (aeterno tempore Mazax Bizacii campos magna virtute tenebit). (Coripo,
Juanide, VII, 530-535) Intolerancia contagiosa que, al final, arrojó en
brazos del salvajismo incluso a los que antes no lo deseaban: El general Juan
Troglita ordenó ejecutar a los prisioneros y así, afirmando irónicamente, en
verdad los oráculos beréberes llevarán razón, porque al menos con sus osamentas
quedarán, para siempre, en aquellas sufrientes tierras... Entonces, desdeñando
ensañarse por más tiempo contra las palabras del enloquecido, rompió el
silencio de este modo: “para que ocupéis de manera más segura estos campos
nuestros”. Ordenó acto seguido que se levantaran cinco tablas en una hilera
y que los cuellos de los que iban a morir se suspendieran de una estaca de dos
puntas. Precipitándose ante su orden, sus subordinados actuaron con rapidez. (Coripo,
Juanide, VII 540)
Imagen de los vestigios de la Basílica de San Cipriano, en Cartago. Apenas
nada resta de lo que sin duda fue una iglesia hermosa y bien concurrida de
fieles durante siglos. Pero el obispo nos ha legado sus escritos, en los que se
mezcla la fe pura de un cristianismo todavía “inocente” del poder, el latín de
una civilización desarrollada y madura, así como el ecumenismo mediterráneo de
hombres que se sentían miembros de una misma comunidad y nación, la romanía
oriental y occidental, septentrional y meridional, que el prelado soñaba
impregnada de religión.
9 Las campañas de Juan Troglita. II.
Guerra en el desierto
En Tripolitania todavía restaba batir a otro
importante grupo de beréberes, que se habían reforzado por entonces merced a
una enésima oleada procedente de la Gran Sirta y del Sáhara argelino (Partsch,
l.c. p. xxx). Este grupo había entrado hacia Byzacena y antes de que el
gobernador de Leptis pudiera enviar aviso a la capital, los primeros jinetes
pillaron los campos justo cuando los campesinos se aprestaban a recoger la
cosecha (inicios del verano). Sin conceder reposo a sus hombres, Juan “con una
audacia que desde hacía mucho tiempo no conocían los generales bizantinos” (Diehl,
L'Afrique byzantine t. II, pág. 373), marchó al encuentro de las hordas.
A toda costa intentó evitar que el grueso de tales castigara la región en el
momento más delicado del ciclo agrario. Y lo consiguió; el jefe Carcasan (“rey
de los Ifuraces”), se volvió al desierto convencido de que allí en plena aridez
no le seguirán. Pero Juan lo hizo. Coripo nos informa del convoy de agua y de
las provisiones de la columna que marchaba ciega pero terca hacia el Sur, a
pocas jornadas de los moros. Éstos tenían que entrar en el arenoso Erg Oriental
y pronto los dos grupos sufrirían hambre, sed y enfermedad.(“El cruel jinete saqueador
devastaba ya las tierras de Byzacena. Pero el rumor del nombre de Juan los
aterrorizó y los hizo retornar. Ya creen, llevados por el terror, que el
general está encima y tiemblan porque le han conocido. Y no dudan en franquear
las secas Gadayas (dunas) y los lugares funestos donde no hay modo alguno de ir
o de vivir. Ninguna ave atraviesa volando el aire caliente por aquellos
territorios. Cuando el general se dio cuenta de que las tropas enemigas se
habían retirado por el desierto atemorizadas, con su acostumbrado valor
persigue a los que huyen, penetrando con más ímpetu en las calientes arenas de
la tierra sedienta... Pero a lo lejos, vagaba el ilaguas extenuado y sediento
por los áridos campos, sin poder soportar ya tantas fatigas ni el hambre cruel.
No hay ninguna posibilidad de salvación y ningún camino se les muestra. Detrás
estaba Juan, delante el excesivo calor del sol. Por todas partes la tribu tenía
la muerte ante sus ojos y no es posible avanzar ni emprender la retirada...” (Coripo, Juánide,
VI, 435-440).
La maniobra de Juan fue genial: después de tensar el hilo
hasta el límite, los romanos consiguieron retornar antes que sus enemigos,
reponerse ligeramente y esperarles en el estrecho paso que separa la llanura de
Matmata y el mar, único entorno que permitía volver a los nómadas sobre
territorio bizantino sin morir por falta de líquido. Parece ser que en lugar de
salir hacia el sur, los nómadas retornaron al norte, seguramente creyendo que
los soldados imperiales no serían capaces de hacerles frente y suponiendo que
el camino hacia los ricos valles estarían de nuevo abiertos. Los beréberes, con
la fuerza mixta de la avaricia y la desesperación, arrastrando tras de sí a sus
maltrechas familias, aparecieron en el punto deseado, tras lo cual se inició,
sin preámbulos, un inesperado combate. Por ambas partes hubo desfallecimiento y
Troglita vio escaparse la oportunidad porque los milites eran incapaces de
reponerse; bien en verdad parecía que se les había pedido demasiado. Tuvieron
que replegarse a una segunda línea de defensa en la provincia, dejando algunas
guarniciones en las principales fortalezas de la frontera. El caso era que se
trataba de una situación de “tablas”, con la que al menos, se logró salvar la
cosecha y mantener la vida normal en el corazón tripolitano porque, temerosos
de verse con destacamentos armados romanos por delante y detrás, los beréberes
evitaron invadir el territorio. Ello les significó quedar acantonados en aquel
pre-desierto, esperando mejores circunstancias. Las fatigas habían sido muy
grandes. Juan decidió retornar a Cartago y preparar una nueva campaña para los
meses siguientes. Tenía “fijados” a los moros y ahora le quedaba poder reunir
los efectivos suficientes para liquidar la cuestión, o al menos acabar con los
más peligrosos y mirar de establecer pactos con los mejor avenidos. No perdía
de vista la delicada situación general con la que debía lidiar.
10 Las campañas de Juan Troglita. III.
La gran victoria de los “Campos de Catón”
La verdad es que el general bizantino, contando sólo con
la reserva romano-africana depauperada y sin hábito militar desde hacía más de
un siglo, no fue capaz de reforzar el ejército. Las unidades tuvieron que
restar como antes, con las bajas sin cubrir. Se impuso la flexibilidad y cierta
improvisación, aún cuando fuera peligrosa. Se establecieron tratos con
Ifisdaias, lo que permitió a Troglita sumar, como “auxiliares”, a los hombres
de su, hasta hacía muy poco, duro enemigo. En la primavera del 548, Juan marchó
a través de un país devastado para llegar a la llanura de Mamma. Iba con un ojo
delante y otro detrás, vigilante sobre sus propios “aliados”. Buscaba a las
peligrosas tribus de Carcasan, que en aquel momento se cobijaban en el macizo
montañoso, en las lindes de Byzacena. No sin sortear amagos de
indisciplina y traición, sólo con sus hombres regulares se llegó hasta un lugar
llamado “los Campos de Catón”, al pie del refugio moro. De repente éstos
desencadenaron una alocada batalla, tal vez esperando en una sola jornada
intentar salvar su vida y su etnia. Los bizantinos se arrojaron a la lucha
quizá con la misma premisa. Por eso no hubo cuartel ni prisioneros. Los
infantes resistieron a línea cerrada la embestida. Los coraceros giraron
evitando el grueso del enemigo y cayeron sobre el campamento base de los
beduinos, que dejaron reducido a cenizas. Cuando los jinetes ligeros quisieron
volver para ayudar a sus próximos les despidió una lluvia de flechas. Las bajas
para ambos contendientes fueron enormes. Murieron la mayor parte de los
oficiales por un lado y todos los jefes por el otro, incluído Carcasan, cuya
cabeza, insertada en una pica, entró en Cartago al frente del desfile triunfal.
Soldados exhaustos, unos pocos, fueron recibidos por ciudadanos que apenas
podían creer en la victoria de la que, sin embargo, daban testimonio la masa de
hermanos liberados y los despojos ennegrecidos que habían pertenecido a los
crueles enemigos del desierto. Por primera vez en casi un lustro, no hubo temor
a inminentes razias en África. Los demás moros, enterados de tan luctuosas
noticias, corrieron a pedir audiencia y “foedus” con el gobernador. Ello
pese a que, sin duda ninguna, tenían aún mucha más fuerza de la que creían.
Sobre todo comparada con la debilidad que socavaba el cuerpo de la romanía
africana.
11 Balance del gobierno de Juan Troglitas después de los “Campos de Catón”
El triunfo en “los Campos de Catón” tuvo resultados
felices y arrojó un poco de luz sobre el futuro de las posesiones bizantinas en
África. En lo inmediato permitió una mejor cohesión y solidez, sin mencionar
las casi dos décadas de absoluta paz que disfrutarían a partir de entonces los
sufridos habitantes. Entre otras razones porque aquella habilidad militar se
sumó a otra fase político-administrativa hábil y adecuada a una nueva realidad
que, para mal sin duda de la civilización, se había impuesto desde el final del
periodo vándalo en África. Fueron ciertas aquella “fuerza y sensatez” que el
cronista asocia con el “vengador de Africa”(“Así se hunde África, sucumbiendo,
sin ser vengada, entre tantos saqueos. Socórrela en su aflicción, pues te es
posible: tu valor es ya famoso en el mundo entero y tu fuerza y sensatez
permanecen alertas en tus ilustres hazañas” (Coripo, Juánide,
IV, 245). El
general entendió que la fuerza de la romanía no era, ni lo sería ya nunca,
suficiente para expulsar totalmente la ola bereber. Se imponía un ejercicio de
pragmatismo para buscar el mejor equilibrio posible. Seguramente Troglita
conocía la problemática paralela en los Balcanes, en particular en la Iliria.
Los eslavos, igual de correosos y llegados casi a la vez o poco después que los
beréberes, estaban intentando ser reducidos a territorios delimitados. Tendría
por tanto buen cuidado de que la mayoría poblacional en las diferentes
comarcas, sobremanera las más ricas, fuera romana y de que en el gobierno y la
milicia predominaran éstos. Si no podía desarmar a los bárbaros, al menos los
atemorizaría bastante para aplacarlos. En el 552, África estaba tan tranquila y
segura como para que el excelente estratega, y no peor táctico, trasladara a Cerdeña
y Córcega algunas tropas con misión de expulsar a los ostrogodos de
Totila. Con toda probabilidad falleció poco después de esa fecha y su cuerpo
recibió sepultura en alguna iglesia, tal vez la catedral, de Cartago. Puede que
sea alguna de las más notables, entre los cientos que se han encontrado en las
modernas excavaciones.
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