1 La irrupción de los vándalos: Diez años después de cruzar el estrecho, en octubre del 439, los vándalos tomaron la ciudad de Cartago. Tal margen de tiempo fue el que necesitó aquel pueblo germano para dominar por completo las provincias de la Proconsular, Numidia, Byzacena y la Mauritania Sitifense; y asentarse sobre ellas con voluntad de no volver a emigrar hacia ningún otro lado1. No había sido tarea difícil, porque el comandante en jefe del ejército romano, capitanía en Cartago, el comes Africae Bonifacio, se había trasladado a Italia con la mayor parte de sus fuerzas comitatenses en el 432 (en plena crisis de la diócesis que no pareció importarle), para sostener su propia candidatura al Imperio. Tal vez suponía que la superioridad técnica de las escasas guarniciones que restaban en las urbes a resguardo de precarias y precipitadas murallas sería suficiente y que los vándalos, tras agotarse por su desconocimiento de la poliorcética, continuarían camino hacia Tripolitania y Egipto donde otros se harían cargo del problema. Grueso error estratégico que pagarían los hombres y mujeres del África romana, a precio sin medida, porque su derrota y sometimiento tuvieron rasgos ciertos de extrema dureza; algo que trastornó para siempre la naturaleza de aquella, hasta entonces, brillante sociedad. Los vándalos, a diferencia de godos y francos, parecieron haber mantenido con pertinaz voluntad una escrupulosa y altiva política de independencia y afirmación nacional. No cabe duda de que se empeñaron en hacer respetar una estricta separación jerárquico-racial, manteniendo una cohesión firme y solidaria entre los miembros de la “gens vándala”, grupo fuerte que dominaba a la masa romano-africana, muchos en rango de esclavitud, con mano de hierro. Pese a interpretaciones “dulces” de algunos autores, que parecen seducidos por la vitalidad romántica de un “germanismo viril superior a la latinidad”; los hechos y datos, tanto arqueológicos como escritos, dan terca prueba de todo ello y dejan, de seguro, muy escaso margen para otras interpretaciones. La personalidad de un líder irrepetible como Genserico (428-477), y las improntas de su pueblo, acosado y a riesgo de desaparecer en varios lustros de continuas guerras, a veces a manos de otros germanos a sueldo del Imperio, tal vez estuvieron en el origen de esa peculiar forma de instalación. El enérgico monarca -celoso Volkskönig- nunca se conformó con la ficción del foedus, aquel socorrido pacto de “colaboración” que guardaba las formas. En el 442, después de asolar Sicilia hizo
1 Un
fenómeno, la fijación en un espacio, que significaba una novedad entre ellos.
Desde el 407, año en el que habían cruzado el Rin, su devenir consistiría en
depredar, siempre en movimiento con enseres y familia, la diócesis de Hispania;
desde los Pirineos hasta la Bética, región donde su estancia sería recordada
durante siglos como especialmente cruel y funesta. La literatura y lengua se
han hecho notable eco de ello; darán su nombre a unos modos (“vandalismo”)
y también, según ciertas opiniones, a esa tierra que hubo de sufrirlo algo más
de dos décadas (¿Vandalucía?). A destacar que, tal vez, la Mauritania
Cesariana y la Tingitana quedarán en el ínterin como áreas sin
definir en la titularidad, con un dominio si acaso precario de los vándalos y
una semi-independencia de facto en muchas comarcas. reconocer en
tratado escrito la ausencia de ningún compromiso “confederativo” con Roma; se
ciñó así una corona totalmente independiente y soberana. A fin de mantener la
supremacía frente a la abrumadora mayoría que pretendían dominar, los invasores
impusieron el terror y lo que hoy no dudaríamos en catalogar como un régimen de
“apartheid”. En una etapa inicial, que no fue breve, se procuró la
eliminación física de la élite precedente. Lo cierto es que fueron muy pocos o
ninguno los potentados romanos que pudieron sobrevivir a los primeros años y
que los profesionales (abogados, arquitectos, ingenieros, médicos, etc.),
pronto se vieron privados de sus tradicionales exenciones y ventajas. De ambos
grupos, muchos fueron asesinados, otros esclavizados y bastantes más huyeron
hacia regiones aún imperiales; en particular su presencia lastimosa se haría
sentir especialmente en las calles de Constantinopla. En cuanto a los “mesoi”
o propietarios mediano-pequeños, fueron en su mayoría privados de la
titularidad y pasaron a tener condición de siervos a favor de nuevos “amos” más
altos y rubios2. Genserico se empeñó en masivas confiscaciones, en lugar de
adoptar, como los demás reyes bárbaros, el principio de un reparto. Una porción
de la tierra se dividió en lotes (sortes Vandalorum) y el resto quedó
para la corona. Los vándalos vivían con sus familias en reductos fortificados
dentro de algunas ciudades (constancia existe de ello en Cartago, Tipasa, Orán
y Tánger), sólo dedicados a las armas y organizados en “regimientos” de unos
mil individuos, a cargo de los llamados optimates millenarius, o nobles;
el campo lo trabajaban romano-africanos con capataces que debían dar cuentas y
entregar el beneficio al correspondiente dueño germano. Desaparecieron la mayor
parte de los cuadros de la administración, pues se impuso un orden social rígido
donde los cambios eran anécdota; con unos pocos notarii fue suficiente.
Las ciudades, como no podía ser de otro modo, entraron en decadencia. Consta la
prohibición de que las mujeres vándalas tomaran esposos romanos (aunque no lo
contrario, pues se tenía por valor fundamental la línea paterna y con todo esos
casos serían también excepcionales), la pena de muerte para el latino que
portara armas y el derribo intencionado (aún en caso de que no habían ofrecido
resistencia), de las murallas en las ciudades. Las brechas amplias en los
lienzos serán huella del periodo, prolongado en años, pese a que ello
significará quedar a merced de bandas de malhechores y/o incursiones de
nómadas. En fin, entre los vencedores se siguió usando una jerga latino-germana
diferenciada y practicando la versión arriana, distintiva de los dominados que,
por contra, se servían de su latín común y eran católicos. En África se expropiaron
tierras y en África, al menos en un principio sí se atropelló a la población
sin importar demasiado el mantener las buenas formas, el eco de las quejas de
los desposeídos se difundió por todo el Imperio. África conoció una primera
oleada de salidas en 437 y una segunda en 442. Se marcharon hacia Italia y
sobre todo hacia Oriente.Otros que habían sido torturados o deportados por los
vándalos acabaron refugiados en Constantinopla. Así fue como África perdió a
todas sus elites.
2 Bajo el reinado de los germanos
No es de extrañar que, con tal forma de gobierno, los
vándalos fueran harto incapaces de dar cohesión social, bienestar económico y
seguridad a su territorio. La bagauda o rebelión en el campo se hizo
endémica hasta que nada tuvo ya sentido en un agro depauperado al extremo. Ya
en el 445 una ley que regulaba los asuntos de las provincias de Mauritania y
Numidia, de forma transitoria devueltas al Imperio, fijaba los impuestos
en un octavo de lo que eran antes de la invasión. Cesó el comercio de granos y
aceites hacia Italia y Oriente, desastre que arrastró a otros sectores
productivos y de mercadeo; en particular a artesanos que ya no podían exportar
y a navieros, que tampoco se atrevían a salir en un mar inseguro. Los antaño
puertos plenos de actividad y riqueza declinaron aceleradamente. Por lo que
respecta a la defensa, el abandono del exterior para ceñirse a la vigilancia
policial de los sometidos abrió un peligrosísimo nuevo panorama. La mayoría de
las fortalezas fronterizas quedaron desiertas3, amén de roto el intercambio que
hacía vivir en paz a comunidades que servían de colchón. Las bandas de
beréberes entraron sin dificultad hasta muy al interior del país, incluso
pudieron merodear a la rapiña en lugares que llevaban siglos sin ver tales
desgracias. En las siguientes décadas, a principios ya del siglo V, el
deterioro será muy notable y pese a enfrentamientos ocasionales, los germanos
acabarán conformándose con dominar la costa y los más fértiles valles o en
compartir el tributo de los indefensos habitantes de comarcas intermedias con
nuevos jefes “mauri”, aparecidos por entonces en las crónicas, y
asentados en lo que antes eran distritos romanos muy prósperos y seguros.
Frente al nuevo poder que persistía en ser “extranjero”, sólo encontró cauce la
oposición en el marco de la Iglesia católica, que sufrió por ello la implacable
y harto cruel persecución. El patriarca de Cartago, Quodvultdeus, junto a un
número indeterminado pero sin duda elevado de otros prelados, debió partir al
exilio en Campania, en el año 440. Allí tendría ocasión de escribir una crónica
sobre aquellos terribles años -material que ha llegado hasta nosotros antes de
morir sin regresar a su tierra, en el 454. La sede sería ocupada a renglón
seguido por el obispo Deogratias, que apenas morirá en el 457 sin poder
hacer otra cosa que interceder por los prisioneros esclavizados que Genserico
había hecho traer desde la recién asolada, por segunda vez, ciudad de Roma.
Entonces el rey vándalo creyó llegado el momento de imponer el arrianismo entre
todos, para que los “romanos” estuvieran “pastoreados” por obispos
arrianos-germanos y cortar de una vez por todas la “escuela y semillero de
resistencia” que parecía ser la Iglesia. La cacería del clero católico fue
brutal y sangrienta. Los que ocupaban cargos públicos. Parece que algunos
romanos intentaron por sus propios medios salvaguardar la frontera y sus
tierras. Así se explican las inscripciones abundantes, datando de este periodo
y aún del posterior bizantino, en el que algunos personajes han dejado
constancia de su esfuerzo por custodiar y mantener su terruño y las áreas
fronterizas como aislados limitanei. Véase por ej. el caso de ese Caletamera en
Burgus Speculatorius al sur de Numidia. Pringle, D. The Defence of
Byzantine Africa, pág. 78-79.debieron expresar a viva voz su nueva
dogmática, mientras los privados eran objeto de revisión en sus hogares a la
búsqueda de elementos litúrgicos no idóneos. Los sacerdotes fueron asesinados
por millares. Las matanzas alcanzaron en ocasiones a comunidades enteras (en la
ciudad de Regiae, cuando el pueblo forzó las puertas de la iglesia,
clausurada por orden real, para celebrar la misa católica de Pascua, los
vándalos entraron para arrasar el centro y a sus ocupantes; cebándose luego con
el resto de los habitantes sin importar su condición y deteniéndose solo cuando
tuvieron claro que no quedaba nadie vivo). La quiebra del comercio y los
relatos de infortunio que llevaron los exiliados -muchos podrán mostrar en el Augusteon
de Constantinopla sus lenguas cortadas y las marcas al metal ardiente en
sus espaldas- supusieron un acicate considerable para el deseo natural de
volver a fijar la provincia al orden imperial. Los romanos, occidentales y
orientales, intentarían a partir de entonces, con más voluntad que medios,
recuperar el África. En el 465 y en el 470 se ejecutaron las más serias
operaciones con resultado desastroso en ambas fechas. Solamente sirvieron para
exacerbar el miedo, el rencor y la feroz represalia entre la sufrida población
latina. El monarca Hunerico (477-484) pasará a la historia como uno de los más
hábiles, arteros y terribles represores. En los años 480 y 481, mostrando una
aparente y repentina tolerancia, permitió el culto católico en público,
abogando incluso por el nombramiento de un nuevo obispo de tal doctrina en
Cartago (paralelo al arriano siempre preeminente), cargo que recayó en el sabio
Eugenio. Aunque resulte inaudito, tales medidas tenían por objeto “sacar a la
luz la organización clandestina de la que se habían dotado los católicos, a la
vez que desenmascaraba a sus fieles, incluidos servidores de su palacio” (Diaz,
P. El Cristianismo y los pueblos bárbaros, pág. 733). En el 484, el
1 de febrero, se preocupó de reunir a casi 484 obispos católicos-romanos con la
minoría de arrianos-germanos, para “llegar a un consenso”. Tal concilio fue una
pantomima. Apenas seis días más tarde se presentó un primer edicto de
persecución. Casi cinco mil sacerdotes y monjes, además de la mayoría de los
obispos, fueron encadenados en una larga columna y llevados sin agua ni
alimentos en una travesía hacia el desierto donde se les dejaría inermes para
morir atrozmente. El 25 de febrero se publicó una orden por la cual se
conminaba a todos los súbditos católicos a convertirse al arrianismo y a
ponerse a disposición de los obispos germanos arrianos, antes del siguiente 1
de junio. Expropiaciones de bienes, tortura y muerte fueron la secuencia que
siguió a la entereza. “Se alcanzaba el punto más bajo de una de las
cristiandades con mayor tradición en el Occidente romano”. (Diaz, P. El
Cristianismo y los pueblos bárbaros, pág. 734). Aunque Hunerico murió ese
mismo año, sus sucesores, Guntamundo (484-496) y Trasamundo (496-523) no
parecieron haber aflojado de manera significativa en la misma dirección. No hay
duda de que todo ese tiempo significó un retroceso muy considerable de la
romanidad, de la economía y de la civilización en el África. Y, “en pescadilla
que se muerde la cola”, a resultas, las circunstancias cada vez fueron menos
apropiadas precisamente para el mantenimiento de tal sistema del tipo
“dórico-espartano”, tan esclerótico y etnocéntrico.
Cuando alcanza el poder Hilderico (523-530), la situación
se había deteriorado ya de manera alarmante incluso desde la perspectiva de los
ablandados optimates millenarius vándalos. Los beréberes campeaban por
sus respetos en la mayor parte de los términos rurales y el campo no era capaz
ya de producir ni la quinta parte de lo que había producido apenas cincuenta
años atrás. Las ciudades languidecían, los romanos preferían vagar o emigrar
antes que ser víctimas de unos u otros y la casta guerrera vándala, que
percibía cómo sus ingresos disminuían peligrosamente, en la última generación
dejó súbitamente de sentirse tan “racistas” y belicosa como sus abuelos y
padres. De cierto, los vándalos de esta época fueron incapaces de emprender una
guerra en serio contra los nómadas del sur, que para ese momento les estaban
mermando el bocado a cada día. Por ello Hilderico (él más “latinizado” de los
vándalos) inició una aproximación al elemento romano y al Imperio de Bizancio,
referente siempre de esa nacionalidad que, aunque en declinación, seguía siendo
mayoría en el norte africano, por entonces. Con ese fin, proclamó la libertad
de culto para los católicos, enviando acto seguido embajadores con halagüeñas
perspectivas a Constantinopla. Tal vez se planteaba una renuncia a la tradición
xenófoba y pretendía constituir un “reino de vándalos y romanos” unificados, al
estilo de lo que ocurría en la vecina Hispania; y, porqué no, con una nueva
“nacionalidad africana”, como aquella “hispana” que San Isidoro había puesto
por escrito, si no ideado, para la vieja península al servicio de los godos.
Pero el foso de odio que se había excavado era profundo, insalvable. No
quedaban elementos en Cartago con los que congraciarse salvo un puñado de
clérigos asustados; los “exiliados”, por el contrario, formaban un “lobby” en
Bizancio que clamaba por la fuerza, intentar por enésima vez la reconquista y
expulsión del cruel invasor. Para más complicación, parece que no todos los
nobles vándalos opinaban del mismo modo. Había una poderosa facción de
renuentes y partidarios de seguir con las mismas normas arcaicas de riguroso
sometimiento e implacable intolerancia. Éstos dieron un golpe palaciego y se
hicieron con el poder en la primavera del 530, nombrando a Gelimer como rey.
Tal vez, estaban dispuestos a conformarse con un reducido reino en el más
extremo sector a la costa del viejo África, dejando libre el camino a beréberes
en el resto (con los que es posible establecieran pactos tácitos de reparto),
antesala de un final definitivo de la romanía africana. No sucederá tal cosa.
Justo entonces gobernaba en el Imperio Romano Oriental el atento y enérgico
Justiniano I (527-565). No habrá éste de parar en mientes y, con el apoyo
entusiasta de italianos y de los deudos africanos que habían sobrevivido en
tercera generación, desencadenará la campaña definitiva, tantas veces frustrada
y anhelada por la romanidad. Y, al final, la empresa no resultará tan difícil
como los pesimistas habían pronosticado; bastará enviar a su general Belisario con
un cuerpo expedicionario muy reducido (pero apoyado por la sufrida población
local); y, aunque tarde, se vengarán algunas afrentas: el biznieto del terrible
y antiromano Genserico se arrastrará por el hipódromo de la Nueva Roma cargado
de cadenas. El cambio de rumbo, tan inminentemente tenebroso por entonces de
aquellas tierras, que a la postre serían latinas, aunque en difíciles
condiciones, durante otros dos siglos más, se tornará evidente. Incluso
conocerán un último aunque pálido renacer espiritual y literario. La herencia
del “Reino vándalo del África” es imposible de fijar en términos tangibles; un
balance que no puede ser peor y muy difícil resultará a los historiadores
elevar conclusiones un poco más risueñas. Lucien Musset, un especialista en la
“dislocación de la unidad romana” nos ha dejado escrito: “La principal
huella que dejaron los vándalos fue negativa: el África romana perdió, durante
este siglo de un régimen brutal, lo mejor de sus fuerzas espirituales y de su
clase dirigente, así como parte de sus territorios periféricos” (MUSSET,
L. Las invasiones, las oleadas germánicas, pág. 54).
3 La reconquista de Justiniano, 533
“Quod
beneficium dei antecessores nostri non meruerunt, quibus non solum Africam
liberare non licuit, sed et ipsam Roman viderunt ab eisdem Vandalis captam et
omnia imperialia ornamenta in Africam exinde traslata. Nunc vero deus per suam
misericordiam non solum Africam et omnes eius provincias nobis tradidit, sed et
ipsa imperialia ornamenta, quae capta Roma fuerant ablata, nobis restituit” Cod. Just. I, 27, 1, 6-7.
Para la reconquista del África, empresa que se llevó a
cabo por voluntad del emperador Justiniano I, se han aducido dos tipos de
factores desencadenantes: los llamados ideológicos (político-sentimentales)
y aquellos otros de orden económico-estratégico. Desde luego, no
son menores los primeros, al menos si atendemos a los antecedentes, documentos
y personalidad del líder que puso tanto énfasis en la Renovatio Imperii.
Los segundos, pese a ser los que mayor solicitud y atención han recibido por
parte de autores modernos, no terminan de quedar bien precisados a la hora del
análisis y se muestran esquivos. No parece tener sólida base el argumento de
una búsqueda de nuevos mercados, población o recursos en las áreas de Occidente
que, tanto en el caso de Italia como el África o Hispania, hay pocas dudas de
que padecían graves crisis en todos esos órdenes y difícilmente fueran fuentes
de riqueza alguna, al menos en breve tiempo4. Los mercaderes orientales
presentes en el Mediterráneo de poniente tampoco deberían tener esperanzas de
mejorar mucho sus expectativas en aras a un dominio de facto bizantino. Tal
vez, la hipótesis menos descabellada sea aquella de un proyecto personal
justinianeo, a largo plazo, que
4 Resulta
muy significativo a este respecto que el ministro del Tesoro, Juan de
Capadocia, un hombre pragmático, inteligente y buen conocedor de la realidad,
se opusiera con vehemencia a dicha empresa, para la que no veía más que
inconvenientes y graves riesgos.
buscaba una renovación de la original “comunidad del
Mare Nostrum”, proyecto ambicioso como pocos y, seguramente, excesivo para
los recursos del Imperio Romano Oriental. La expedición que salió de
Constantinopla en junio del año 533 alcanzó primero la isla de Sicilia, sumida
entonces en el desorden y con poderes locales difíciles de adscribir a ninguna
otra dependencia. Es probable que la maniobra estratégica de Justiniano
incluyera una insurrección de las áreas bajo control de señores vándalos, que
obligara a la distracción de tropas o, al menos, permitiera una toma de tierra
inicial en África en las mejores condiciones posibles. Desde Cirenaica y
Tripolitania (ésta última ya en rebeldía y libre), algunos destacamentos
también avanzarían en dirección Oeste; aunque formaban parte de la maniobra de
distracción habitual, como la que se repetiría en Italia a través del corredor
Ilirio. Y así parece que ocurrió, muy conforme a las conjeturas que
arriesgamos. Los soldados romanos desembarcaron en el Caput Vada (hoy “Ras
Kaboudia”), hacia mediados de septiembre; y Gelimer, que estaba convencido de
su superioridad en todos los órdenes, preparó una maniobra de convergencia en
el paso estrecho de Ad Decimun. Allí, la falta de coordinación de
sus fuerzas y los méritos romanos le hicieron sufrir su primera derrota. Y, una
vez regresados los expedicionarios, reunidos todos los efectivos germanos, se
entablaría combate de nuevo en Tricamarum, escenario de una
terrible jornada donde los vencidos no podrían confiar en sobrevivir; al
parecer, no menos de 30.000 germanos cruzaron sus armas con apenas 10.000
bizantinos, de los cuales el cronista nos sugiere que algunos millares no eran
soldados de fiar. El resultado, mediada una novedosa y demoledora forma de
emplear la caballería pesada romana, fue una rotunda victoria de Belisario y
los suyos, que quebró en un sólo día todo el poder de los herederos de
Genserico. Salvo la persecución y asedio local de Gelimer en los confines de Numidia,
protegido por una tribu mauri aliada, no hubo más combates. África entera se
sumó esperanzada a la Romanía5. Parece también que Justiniano tenía preparada
con antelación y a conciencia una amplia batería de medidas
organizativas-jurídicas y estructurales para restaurar el África. Las Novelae
y, en particular, un impresionante elenco de obras civiles y militares que
en un tiempo record se llevarían a efecto son prueba fehaciente. Para el muy
ortodoxo emperador “que no dormía”, la antigua Diocesis Africae debería
incluir de nuevo la Proconsular, Byzacena, Tripolitania, Numidia,
Mauritania Sitifisiana y la Mauritania Cesariana; y alcanzar el
antiguo limes en la línea al sur del Aurés y del macizo Ouarsenis6. Un
territorio polémico resultaba la Mauritania Tingitana 5 No debe sorprender la aparente
facilidad y cambio de título en el orden de gobierno. El desarme moral y
material de las poblaciones ubicadas bajo férula de los bárbaros es la única
causa capaz de explicar el fenómeno y, sin duda, ello debería aplicarse también
al caso de los árabes tiempo después en Hispania; frente a la dificultad en el
"Magreb" romano y mauri no les resulta tan árduo llegar a los
Pirineos. El genio militar de Belisario, considerado por muchos especialistas
como “el mejor de los tácticos medievales” completa el cuadro. 6 "Y vigilen todos
diligentemente en las provincias encomendadas a sus cuidados, conserven a
nuestros súbditos ilesos de toda incursión de enemigos, y apresúrense invocando
día y noche el auxilio de Dios y trabajando con constancia, a extender las
provincias africanas hasta los confines donde antes de la invasión de los
Vándalos y de los Moros tenía su frontera la
(correspondiente hoy a la mitad norte del reino alauita
de Marruecos), dependencia económico-histórica de la antigua Hispania: ¿debería
Bizancio respetar ese foedus para los visigodos? No sería el caso.
Precisamente la toma y fortificación de Septem (Ceuta) y su hinterland,
apunta con claridad a lo que el emperador ya tenía en mente: continuar la tarea
hacia la reconquista de la Hispaniae en su totalidad, con siguiente
escalón en la Bética (Andalucía), rancia unidad en el Fretum
Gaditanum. No es de extrañar que ello ocasionara, casi de inmediato,
enfrentamientos entre los godos y la guarnición bizantina en el estrecho, donde
cursaban y vigilaban poderosos dromones con el estandarte imperial. En
cualquier caso, durante los meses que siguieron, una ola de esperanza y alegría
recorrió la romanía. Los soldados tracios, ilirios, isaurianos y cilicios,
recuperaron en Cartago el tesoro que Genserico había profanado en el palatium
de la vieja Roma, entre ellos los estandartes y diademas augusteas. Una
comisión de notables africanos llegó al Bósforo para dar gracias al emperador,
y ello quedó reflejado en cierto texto jurídico (Nov. Just. apend. II). Con
todo, la esperanzada ilusión de Justiniano no resultó tarea sencilla. Incluso
se sospecha un abultado error de apreciación; que quedó en evidencia cuando los
funcionarios se encontraron con un agro más depauperado de lo que suponían,
ciudades en profunda crisis y, lo peor: “bárbaros del sur” (beréberes), muy al
interior del país en una cantidad y con tales medios que se erigirían de
inmediato en la principal amenaza para la supervivencia. Las necesidades
civiles debieron supeditarse a la urgente reestructuración militar de toda la
provincia.
4 Dificultades y superación
Ubi est
Africa, quae toto mundo fuit velut hortus deliciarum? Ubi tot regiones? Ubi
tantae splendidissimae ciuitates? QUODVULTDEO, De Temp. Barb. II, V, 4.
La realidad africana al alba de la era bizantina se
acercaba a lo trágico. El obispo Quodvultdeus, aunque no falte quien le acuse
de exagerar por “animadversión antivándala”, ya lo señalaba en torno al 450 y
desde entonces no había sido, a buen seguro, más que “una cuesta abajo”. Porque
no son sólo los testimonios de clérigos católicos que manejan la escritura,
también las señales arqueológicas nos hablan de tal retroceso. república romana, y donde
estaban estacionadas las antiguas avanzadas, como se ve por los atrincheramientos
y fuertes", Cod. Just. 1. 27. 2: 4
La buena disposición “revisionista” de Justiniano, un
incondicional de la justicia y el orden, tropezó a poco con muy serios
obstáculos. Las primeras medidas pretendían restituir a los antiguos propietarios,
grandes y pequeños, las tierras que habían usurpado los vándalos. Tal
resarcimiento afectaba a una cantidad inusitada de ciudadanos; decenas de
millares, como poco. Y resultó, desde luego, una tarea imposible. Muy difícil
era presentar documentos acreditativos, los viejos catastros y censos
flaqueaban o eran torticeramente enmendados. Se presentaban pergaminos falsos
ante los tribunales que, casi de inmediato, se vieron desbordados. Para más
confusión, los soldados bizantinos que habían tomado por esposas a las mujeres
vándalas pretendían ahora asumir la titularidad de los dominios que ellas y sus
anteriores maridos germanos poseían. Hubo que reducir el derecho sólo hasta la
tercera generación y, al final, dictar sentencias muy polémicas. No es de extrañar
que muchos agravios germinaran y que el mismo emperador debiera reconocer que
aquello fue principio de una verdadera “guerra intestina” (Nov. 36, praef.). A
tales cuestiones, que no eran menores pues se trataba de articular el
territorio y su rendimiento, se sumaba la inseguridad. Pocos meses después de
la marcha de Belisario comenzaron los combates serios con tribus mauri. El
Prefecto del Pretorio y magister millitum Solomon concentró en sus manos
los poderes civiles y militares, algo a lo que era reacia la administración
bizantina de aquel tiempo, salvo circunstancias muy graves. “Limpiar” el
territorio de hordas getulii, laguantan, o austoriani no fue tarea sencilla.
Parece que los nómadas utilizaban por entonces con maestría el camello y se
desplazaban con toda la familia y enseres (lo que era una novedad), con objeto
evidente no ya de rapiña y fuga sino de hacerse cargo de forma permanente de
ciertas tierras para pastoreo. Se encararon con las tropas limitaneis
romano-bizantinas utilizando una secuencia táctica peculiar: formaban un
círculo defensivo con los animales y carromatos (parece que en muchas ocasiones
el olor de los camellos llegaba a espantar a los caballos bizantinos), en el
centro se ubicaban las mujeres y niños, en el exterior la infantería con lanzas
y algunos jinetes se alejaban para volver, si era posible, y caer
sorpresivamente sobre la retaguardia del enemigo. Aquellos desplazamientos en
masa, tribus y confederaciones, fueron la antesala de una transformación
radical de la realidad socio-demográfica del África. Los Rum o los Afariqa7
sufrieron desde entonces la presión que sobre ellos ejercieron los nuevos
invasores, más nocivos aún que los vándalos porque, deseosos de ganar espacio
para su método principal de vida, la ganadería nómada; no dudarían en destruir
vitales infraestructuras para el sostenimiento de cultivos sedentarios que
fijaban el terreno. La obtención de esclavos, que venderían en mercados al otro
lado del desierto (las crónicas citan “africanos” en los mercados de Bagdag y
aún más al oriente), mermará junto a la peste bubónica las ya débiles y
desmoralizadas poblaciones romano-cristianas. 7 Las fuentes árabes denominaron así
a los “autóctonos” del África romana, diferenciándolos de los beréberes a los
que tomaban por “recientes” ocupantes de áreas al sur de la región.
Solomon, un militar eficiente y leal, fue el encargado de
llevar a cabo las tareas encomendadas por el mismo Justiniano y de las que tenemos
buena constancia gracias a sus edictos legislativos. No se escatimaron recursos
y los ingenieros se esmeraron en el diseño y ejecución de obras defensivas,
amén de iglesias y servicios municipales. La moderna arqueología con medios
aéreos nos ha desvelado la abundancia de fortines bizantinos que señalan de
manera nítida una línea defensiva al sur de la cordillera del Aurés. No
obstante se optó, a diferencia del periodo romano clásico, por varios estratos
(defensa pasiva en profundidad) con núcleos incluso muy al interior que podían
servir de refugio a poblaciones enteras, (una estrategia que también se
plasmaba en otras áreas como el Danubio, Persia o Siria). Inscripciones y
piedras nos hablan con fiel memoria, pese a “olvidos” más o menos intencionados,
a día de hoy, de semejante ejercicio de restauración y defensa. Todo apunta a
que, pese a dificultades y quebrantos, la labor edilicia de las autoridades
bizantinas en África, ya en los primeros años, fue muy importante. Justiniano
puso también mucho empeño en ello. Pretendía revitalizar la vida urbana y poner
de nuevo en funcionamiento los servicios. Del mismo modo reparar las vitales
infraestructuras agrarias que tanta y proverbial riqueza habían generado en la
época clásica. Según la norma publicada en abril del 534 (Cod. Just. I,
27, 1-2), las curias municipales fueron las encargadas de recoger los
impuestos. Tal es un dato harto significativo sobre el papel y la trascendencia
de esa renovatio polis y del afán de hacer partícipe a la población en el Imperio.
Aún más, el testimonio del cronista Evagrio Póntico no deja margen a duda:
señala que no menos de 150 ciudades fueron refundadas por Justiniano en África,
dotadas de murallas y también basílicas, monasterios, pretorios, termas e
hipódromos8. El De Aedificis de Procopio de Cesarea remarca la misma realidad.
Que se pone cada día más de manifiesto en las excavaciones y exploraciones
arqueológicas in situ (véase el artículo de puesta al día a cargo de Duval,
Noël: l'Afrique dans l'empire byzantin, Anciennes et nouvelles
perspectives, 2001) Al contrario de lo que se suele exponer en textos poco
documentados9, en la actualidad los especialistas no tienen dudas sobre el
hecho de un pronto y notable renacimiento de la vida social y económica
africano-bizantina; en particular en las áreas más próximas a la costa. Las
listas cívicas y la fiscalidad (censura y cives), la organización
política (status), el derecho municipal (ius), el álbum municipal
(fasti) y los servicios-cuidados de monumentos (moenia) se
restablecieron, abundando pruebas epigráficas de todo ello. 8 No faltarán en el África ciudades
con el nombre justinianeo. La más importante, Felicissima Iustiniana Capsa,
(actual Gafsa en el sudoeste tunecino), debió ser un emporio muy notable. Como
otra patrocinada por su esposa, aquella Cululis rebautizada a Teodorapolis
(actual Aïn Jelloula), según reza en una inscripción recientemente publicada. 9 v.gr. esos nocivos “compendios” de
pseudo-historia ad hoc para consumo de las masas en algunas modernas naciones del
área o artículos ligeros de recio “ideario anticolonialista”.
Las obras de defensa (las que han dejado huellas más a la
superficie excluyendo las iglesias), fueron articuladas en tres opciones,
aplicadas según lo que las circunstancias aconsejaban. Las Civitates eran
recintos amurallados que englobaban los núcleos de ciertos municipios
(edificios administrativos, catedrales y foros), dejando fuera los suburbios
(sería el caso de Teveste, Telepto y Septem o Rusadir, las actuales ciudades
españolas de Ceuta y Melilla). Las Ciudadelae eran fortalezas en las
cercanías de otras urbes de mayor entidad y más pobladas, que seguían siendo
“ciudades abiertas” (ejemplos en Madaura, Timgad, Sétif o Ammaedara). Por
último estarían los Castella o Bursi, plazas fuertes aisladas con
o sin población adyacente (como el Ksar Lemsa y la mayoría en el entorno del
limes). Imagen
de la fortaleza bizantina de Ksar Lemsa, (actual villa de Limisa). Este tipo de
estructuras defensivas servía para acuartelar tropas y como refugio, en época
de razias beréberes, para los habitantes de las proximidades. Dibujo de
Jean-Claude Golbin que representa la fortaleza de Ksar Lemsa en los años del
África bizantina. Es notorio el empobrecimiento del entorno, antaño tan rico,
monumental y clásico, realidad que parece presentarse de manera harto frecuente
en toda la antigua pars occidentis del Imperio, acosada por la barbarie.
En Teveste, la fortificación bizantina fue muy notable y
algunos fragmentos se cuentan entre los que en mejores condiciones han llegado
hasta nuestros días. La muralla elevada por el patricio Solomon para proteger a
la ciudad de las correrías beréberes cubría un perímetro de 320 sobre 280
metros, tenía una altura de 8 a 10 metros y estaba flanqueada por 14 torres
cuadradas de 14 a 18 metros, con tres grandes puertas. La del lado norte no era
otra cosa que el antiguo arco de Caracalla. Las catas arqueológicas muestran
que alrededor se servía el mercado principal de la ciudad: ganado, frutas,
legumbres, tejidos y cerámica. La inscripción, en latín, sobre la puerta principal, bien visible todavía,
reza: “Con la benevolencia divina, en tiempos muy felices de nuestros
emperadores Justiniano y Teodora augustos, después de la expulsión de los
vándalos del África y la aniquilación del pueblo moro por Solomon, muy glorioso
y muy excelente magister militum, ex-cónsul, prefecto de libia; esta villa de
Teveste ha sido construída desde sus cimientos por la previsión de este mismo
muy eminente personaje”. Tal inscripción se ha datado en el periodo
comprendido entre los años 539-544. Jean Durliat: Les dédicaces
d'ouvrages de défense dans l'Afrique byzantine, Rome: École française de Rome,
nº 49, 1981, pág. 24. A la sombra de tales lugares, el artesanado, la
cerealocultura y la arboricultura conocieron muy pronto un renovado esplendor;
los horrea de Antioquía y Constantinopla acogieron, en cantidades más que
notables, ánforas y recipientes de aceite y grano que llevaban marcas
africanas. Los cronistas bizantinos se felicitaban de las maravillas que
procedían del valle del Bagradas y de las llanuras de Constantina, como en los
“felices tiempos”, graneros del Imperio.
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